sábado, 14 de febrero de 2015

Fragmento del libro Un contratiempo, de su servidor, de próxima aparición

El amor en realidad es un sólo, irrepetible y contundente. Es aquél que entre iguales fecunda su semillas también de forma equitativa (en un principio al menos) en los susodichos. Bajo un enfoque rígido y ortodoxo, nada fuera de este límite, enorme límite por cierto, habrá de llamársele amor por ningún motivo. Y sin embargo, las sociedades modernas que han tendido a la suavidad de las miradas, al laxamiento de cualquier límite o frontera, en donde todo concepto mientras sea políticamente correcto; demagógicamente correcto, es permitido, llaman amor a una cantidad alarmante de relaciones. No hay elementos de comparación y su taxonomía se vuelve francamente imposible. Esas otras muchas relaciones que por, quizá, pereza, les llamamos amor igual que al amor mismo, no deberían contemplarse en este ensayo si quisiéramos ser consecuentes con nuestro propio discurso. Pero no queremos serlo. Por el contrario, lo que buscamos es la blanda perspectiva de la sociedad comodona, la odiosa inclusión que se escuda en el concepto de tolerancia para permitirlo todo. Por ello hemos adjuntado también estas breves relaciones sobre falsos amores que predominan en las prácticas sentimentales de los ciudadanos del mundo contemporáneo. Julio Toledo

viernes, 11 de abril de 2014

Salmo para la muerte de una hipotética democracia

Si el que tiene el poder nos escuchara, si en sus altos aposentos de copetes y bandinas escuchara el rumor de los que gritan; si no le diera miedo el ruido de los muchos que le recuerdan en noches de insomnio a enjambres asesinos. Si tan solo una vez fuera humilde, o lo intentara y nuestras voces de urgencias, de antiguos oprobios llegaran a él, presenciaríamos una escena del teatro más absurdo. Bastaría unos segundos para configurar una hecatombe: nuestras palabras (peinadas atrás o en chongos varios) resultarían insondables bramidos, tonterías. Y él, perplejo y tonto; como un mustélido frente al diccionario de la RALE, volvería a su habitación de satines tricolores a soñar con el silencio improbable de un país sin algaradas. Julio César Toledo

viernes, 28 de febrero de 2014

Un texto viejito que nunca publiqué


Dafnis

Dafnis abandona la cama desde las primeras claras del día y mete su cuerpo menudito a la tina de latón con forma de cisne que con tanto esmero construyó él mismo para gozar el placer de ungirse en agua y aceites, preparando su cuerpo para la aventura del día.
Dafnis es un chico delgado de piel muy blanca, con cabellos ondulados y castaños como de una madera clara y fina que siempre está perfumada; tiene los ojos como el ámbar que ciertos bárbaros venden en mercados clandestinos o como la miel con que los cocineros endulzan los panes de banquetes. Las líneas de su cara son como el trazo de la ciudad: proporcionadas y perfectas. Es un joven radiante que se ha robado para su sonrisa el sol.
Dafnis, como todo adolescente, es un soñador. Ha aprendido bien y rápido el oficio de artesano; se ha convertido en buen fontanero bajo la enseñanza del diestro Dédalo. Pero sueña que pronto será un noble o rey o gobernante. El joven aspira a la delicadeza que sólo da el dinero: los buenos vinos y corderos sazonados, frutillas exóticas que endulzan los paladares y las fiestas. Amor sin condiciones y placeres ocultos; todo a su disposición entre paredes de mármol y columnas de estucos relucientes. No sabe que esos disfrutes están vedados para la clase trabajadora. No sabe, siquiera, que ni a dirigir el modesto negocio de plomería en que Dédalo lo empleó puede aspirar.
Dafnis viste las cuidadas túnicas –siempre a la moda– que su sueldo de aprendiz le permiten comprar. Camina orondo por las calles de la Polis rumbo al trabajo y en cierta esquina hace una pausa frente a un aparador. Le gusta eso que ve, quiere comprarlo pero lo que gana no le alcanza; los ahorros no son ni la tercera parte de lo que valen los objetos que ahí se venden. Dafnis esboza una sonrisa y confía. Sabe –o alberga dentro de su pecho la esperanza– que la buena fortuna vendrá y traerá todo eso que él desea. En esa misma esquina espera el camión que lo ha de llevar al taller de Dédalo.
El semáforo está en rojo. Entre las cortinillas de un auto detenido, una mano gruesa dirige un ademán hacia el adolescente que espera su transporte. Y una voz gruesa viene después del movimiento de dedos para decir: acércate. Tras la cortina un rostro barbado y lleno de luz le pregunta su nombre al chico. Dafnis. La conjunción de esas seis letras suena en el eco de la mañana como un himno triunfal de las tropas cesáreas volviendo de batalla. Ambos sonríen y Dafnis sube al auto, quién sabe si por invitación o arrojo juvenil.
El hombre maduro y adinerado –lo que se nota a leguas– no cede a la tentación de decirle su nombre, se lo guarda para después porque sabe que el sólo pronunciarlo hace temblores y agita ciertos mares.
Dafnis, en cambio, con el encanto de sus dieciséis años en la piel, se deja llevar por toda tentación presente. Le sonríe generosamente regalándole la tibia magia de sus dientes blancos. Se remolinea entre el asiento del lujoso auto, benévolo con los comentarios y toqueteos del noble señor, y su mente debate entre la lujuria momentánea y la imaginación que lo ha llevado a poseer todo cuanto aquél hombre, según se deja ver, tiene.

Eres, seguramente, hijo de alguna bella diosa.
No blasfemes, señor. Sólo soy un aprendiz de fontanero.
Me niego a creerlo. Pero no tendrás que serlo nunca más. Tu oficio no es digno de tu hermosura, Dafnis.

Al pronunciar el nombre del joven, la saliva del antojo inunda la boca del hombre que ya imagina, también, las glorias del efebo que con tanta naturalidad a pasado a ser, podríamos decir, de su pertenencia.
Dafnis dice que sí a todos los ofrecimientos del hombre. Primero un cóctel, ir a su casa, unas sandalias. El trayecto en auto es por demás revelador para el mancebo. Descubre que su maduro acompañante es importante (las comunicaciones interrumpen de vez en vez su charla onírica), sabe de política y retórica, algo más que deseable en una compañía. Y han tomado la ruta hacia la arboleda, lo cual sólo puede significar que los aposentos de aquél noble son, al menos una villa y cuando más, un palacio. Todo transcurre entre halagos y desbordadas atenciones. Ya en el palacio –Dafnis se congratula de no haber equivocado la impresión– tras breve pausa en un bar bien equipado, caminan hasta la piscina que supera todo cuanto Dafnis pudo imaginar desde su esquina de camión y aparadores. Beben en la parte menos honda de la alberca. El hombre habla de sí mismo queriendo equilibrar con intelecto la balanza que por orden natural rebota del lado de la belleza de Dafnis. No se ha dado cuenta que no hace falta el esfuerzo, Dafnis cedió a su poderío económico –y quizá a la oscura belleza que guarda su madurez tras las abundantes barbas– inmediatamente o tal vez antes de su encuentro.
Dafnis es en el fondo el cazador y no la presa. En astuto juego avanza su menuda humanidad cerca del dueño, y a aguas revueltas atina el primer beso que no es mal recibido por boca y brazos, mente y sueño del anfitrión. Después del beso todo sobra, todo es adorno innecesario de un ritual que ambos anhelan. A Dafnis le da miedo el primer hombre, pero nada apaga su deseo que es una mezcla de sentir y poseer. Lo quiere todo. El auto, la piscina y al sujeto. No puede ya pensar en nada que no sea el tiempo venidero, lo que resta de sí ya se ha vendido. El adulto desea con más intensidad que el novillo. Lo suyo todo es carne, la pura idea de ser el dueño de aquella humanidad tan exquisita le complace, pero tiene en la palma de su mano el acto en sí, por eso lo quiere, porque sabe que puede y va a lograrlo. Ambos quieren poseer un poco más de lo que tienen, y esta es la ocasión. Lo que viene no puede decirse sin quemar la lengua.
Hay una luz saliendo de la habitación donde ahora, terminada la jornada de la carne y el amor, duermen abrazados.

martes, 19 de marzo de 2013

Papa para todos

Se congratulan, unos, en estas latitudes del mundo, por el hecho de que el nuevo papa sea “Latino”; hispano hablante, pues. “Qué bueno”, escuché decir a más de uno, estos días cercanos al anuncio de su nombramiento (o como sea que se diga). ¿Representará, a estas alturas, algún beneficio real el que el jerarca de la iglesia católica responda a una nacionalidad y no a otra? En todo caso ¿Le beneficia a México el nombramiento de un papa Argentino? Cuando digo “a México” me refiero a la gente. No a los sacerdotes en sospecha de pederastia, ni a los altos funcionarios del clero que tienen negocios con el estado nacional, el crimen, a saber la misma cosa. Antes, imagino, la figura de un papa ostentaba un poder real: político, económico. También y de paso uno espiritual, simbólico; que siempre ha estado ligado al primero. Pero hoy día, más allá de la gran cantidad de dinero que el vaticano maneja para con sus propios beneficios, no creo que su existencia, nombramiento o nacionalidad, pongan en jaque o beneficien nada más. Claro, el dinero es importante (lo más importante del mundo, ciertamente), pero no es un dinero que a los otros poderes de mundo le interese demasiado. A los parroquianos que lo dan, sí.


Por otra parte, mucho se han asombrado, otros, sobre el oscuro pasado del reciente papa. O peor aún, de su dogmática y cerrada forma de pensar. Sus nexos con la extrema derecha, sus omisiones para con la justicia. ¿No es ese el común denominador de la iglesia que preside? De dónde podría un dirigente del clero católico ser un extraordinario pensador libre, defensor de los derechos del hombre, apartado de obtusas tradiciones heredadas de la edad media. Esa es la esencia de su religión. Si el conclave se condujo de tal o cual forma, debiera ser un asunto que le interese sólo a los creyentes; ellos, confiados en que ese hombre les representa ante su dios y viceversa, sí que tienen derecho a opinar. Lo que me extraña es que los intelectualillos de izquierda, ateos profesionales, se las dan de “todosé” alegando tremendo error haber elegido a un pontífice con esas características. ¿Será que todos, (mexicanos, claro) al final, ateos o no, nos debemos a la formación “cultural” cristiano gudalupano? O será, nomás, quizá, que este asunto de las redes sociales evidencia la arrogancia e ignorancia también con que muchos se hacen los sabiondos opinadores. Lo raro, otra vez, es que muchos hablan indignados desde sus teclados, smartphones, o incluso espacios públicos, pero muy pocos hacen algo para cambiar de veras todo lo que les incomoda.

Con todo, todos opinan. Hoy es el papa y la profesora Gordillo. Mañana el premio Villaurrutia y el resultados de las becas del FONCA. Atásquense, ahora que hay lodo. Total, si no me gusta, unfollow y ya. Amén.

sábado, 2 de febrero de 2013

Extrañaremos al que extrañó.

Muy pronto, bajo el sello de Ínsula de la revista Armas y Letras de Monterrey, saldrá un libro mío de nombre "Los comunes", del cual, Armando González Torres dijo: es la apsión de la lectura fervorosa llevado a la creación. Hoy comparto este fragmento dedicado a Bonifaz Nuño, maestro entrañable y extrañador profesional.


Quien en latín extraña.


La madrugada se mete por la ventana de la habitación sin haber sido invitada. La noche ni caso le hizo, pero se fue. Las palabras descansan cada una en su libro o su cuaderno (estas últimas muy jóvenes y, aunque inquietas y curiosas, duermen también en la promesa de que amanezca). La ciudad se empeña desde hace años en meter cables y extranjerías modernas al departamento que Rubén, un cansado y enfermo Rubén, defiende todavía como un Quijote. Las palabras que nunca duermen son las que dentro de él, como vapores, andan con desenfreno a la caza de una idea (o viceversa) para hacerse de una vez tinta o sonido. La noche siempre ha sido bienvenida en las paredes que resguardan del mundo al poeta. Hubo épocas, incluso, en que pareció ser de noche siempre, pese al reloj, allá dentro. Pero los rayos del sol descubren el desorden que hace días llegó y no se ha ido. Hay cosas por doquier. Algunas son parte de la vida más íntima del dueño: un chaleco de satín, verde tortuga; una reloj de bolsillo de hace siglos. Una hoja, amarillenta, con la firma de no sé qué escritor en lengua gala. Los montones de libros que, en el colmo, Rubén ha bautizado con nombres distintos a sus títulos. Por ejemplo, la Ilíada de Homero, se llama Casandra para él. Pero entre tanta y tanta cosa, hay una que la obscena luz de esta mañana metichona alumbra en su afán de chismorrear. Es una foto más reciente que las muchas que están bajo sus vidrios. Es de una mujer.

Rubén la mira al entender que el alba la señala; quiere decir que sí, que es una amante nomás, una de tantas. Quiere decirle que ya, ni siquiera, se acuerda de su nombre. No lo dice pero bien que lo recuerda; se lo sabe como sabe en tres idiomas estrofas completas de Platón, de Píndaro, de Owen. Al pensarlo y pensarla conjurada entre sus letras, quiere al vuelo consolarse recordando una líneas que escribió tal vez para ella: qué delicia delgada, incomprensible, / la de verte lejos,/ y soportar los golpes de alegría / que de mi corazón ascienden / al acercarse a ti por vez primera

Pero nada, el recuerdo y la nostalgia ya han salido de la imagen y han caído, como flechas de un decrepito Cupido que, senil, no hace más que repasar certeros tiros que dio hace años. A Rubén se le humedece la mirada. Él que tapió su corazón con alegría, recuerda ahora –por eso le disgusta la luz de la mañana– en la claridad a esa muchacha. Y en su cabeza se escucha el nombre como una melodía, y esa foto se anima y se convierte en la película de amor que tantas veces vio en noches de insomnio. Disimula para que el día no le vea así, con ansia de un amor pasado. Con nada más, de esa mujer, que un clavo fijo en la espalda.

Pero los años no pasan nunca en vano. Y si algo le enseñó la noche a nuestro bardo, fueron mañas para sobrevivirle a este mundo. Entonces, como sabe que el día es ignorante (este día en particular, aunque lo oculte. Qué puede saber el pobrecito si no escucha a la noche cuando le habla; sabrá, y será mucho, algunas prácticas y sosas palabritas en inglés) para que su pecho no estalle y poder desenredar el embrollo en que la luz los ha metido, dice: desiderans te.

Y ambos respiran. Los rayitos de sol, muy confundidos, se esparcen por todos los rincones de la casa de Rubén. Se entretienen calentando sus chalecos, mancuernillas, ceniceros. Se reflejan, como intentando borrar la pena de lo absurdo, en una verde botella de licor. El viejo profesor, amo del mundo, acepta el triunfo en la minúscula batalla del recuerdo. Pero baja la mirada, mira hacia atrás, siente todavía un nudo en la garganta. Queda en silencio porque no sabe llorar de otra manera. Piensa en qué útil sería a estas alturas que la vejez le arrebatara los recuerdos para no saber que extraña tanto a esa; o no entender ni una jota de latín.