jueves, 17 de noviembre de 2011

Cuento



Aunque con cierto sabor a pólvora en la boca, me digo que será una buena tarde de viernes. A kilómetros de aquí se estrena una obra de teatro cuya oferta de escribir rechacé del director por considerarla poca cosa, hoy inaugura el festival más importante de dicha disciplina en el país. Por eso me he metido a una librería a olvidar mis desgracias. Desde hace tiempo lo hago, no para comprar libros porque mi dinero es escaso y además he renunciado a leer por considerarlo un acto infructuoso en todos los sentidos. No, si vengo a la librería es para ver títulos y portadas de libros y repetirme que, modestia parte, yo podría haber escrito ese libro y hasta, por lo que se ve a simple vista, mejor de lo que lo hizo ese autor. Ando de librería en librería observando a detalle las ediciones de los libros que yo no escribí, los que no escribiré nunca pero que, el fondo sé, pude haber hecho. También a veces, a escondidas, voy hasta el anaquel de “Ensayo” donde siempre, en el tercer espacio del suelo hacia arriba, hay dos ejemplares de "Triunfo y supremacía de la realidad", un ensayo brillante contra la literatura fantástica que escribí en mi juventud y que fue al mismo tiempo la tesis con que me gradué de la universidad. Los veo y me maravilló, acaso hago alguna expresión de asombro en voz alta por la limpieza de la edición, lo sugerente del título, la promesa de su contenido. Luego lo vuelvo a dejar a lado de su hermano gemelo, donde reposan ambos desde hace ya cinco años, cuando me lo publicaron. Hoy no. No he llegado hasta allá. En mi camino (entre el anaquel de novela y el de divulgación de la ciencia) se atravesó un chico. Un adolescente, aunque su delgadísimo cuerpo, casi en el hueso, le hace verse menor. Lleva puesta una camiseta que, se ve, fue la gloria de otro tiempo, está deslavada y le queda algo justa. Pero no es un chico pobre, qué haría en la librería si lo fuese. Seguramente se la ha puesto porque resulta ideal para después de nadar, y porque en el fondo, pese a los ruegos de la madre porque la tire, él la quiere seguir usando. Digo después de nadar porque trae el cabello mojado, y usa un short de algodón (que parece más bien un calzón) que da la misma pinta que la camiseta. Le vi y me vio. Se siguió de largo hasta los sillones que los dueños de la librería han dispuesto para lectores pacientes que vienen a revisar ejemplares. Yo lo he seguido. Me atrae como imán. Sé que debo ser discreto, que a todas luces está mal verle tan desvergonzadamente con estos ojos de caníbal, pero no puedo evitarlo, ha despertado un apetito en mí que no puedo (y dicho sea, no quiero, controlar). Mientras hojea un libro colorido le examino. Sus piernecillas escuálidas pintan ya algunos vellos de pubertad. El calzoncillo que usa, el que se pone después de su clase de natación para llegar a casa (hoy seguramente debió acompañar a la madre a alguna inesperada diligencia a este local de libros) no deja mucho a la imaginación, delata que la adolescencia le ha llegado y que su miembro ya no es el de un niño, aunque él todavía se comporta como tal. Inocente y despreocupado, va por ahí con esa prenda escandalosa. Yo lo agradezco y lo reprocho. Creo que entre su lectura ha descubierto mi indiscreta mirada, mi insistencia de verle. Le incomoda, supongo porque le noto nervioso. Sube, creo que escapando de mi insistencia, a la sección de infantiles. Yo, que previendo una justificación –arriba está también la sección de discos– le sigo. Al caminar, la indiscreción de su ropa crece, y la mía al escudriñarle también. Va, como quien esquiva una bala, de un anaquel a otro, tratando de burlar mi mirada y mi ya descarada cercanía. La suerte de la circunstancia me favorece, a esta hora, entre semana, esta sección está prácticamente abandonada. Cuando toma un ejemplar de alguna saga de magos, de esas famosas que todos los adolescentes leen, y la abre, aprovecho el momento y pongo mi mano sobre la suya. No se asusta ni se sorprende. Unos segundos después camina hasta la ventana donde se posa; le veo de espaldas, pero gracias al reflejo del cristal, puedo ver también su rostro. Esa doble imagen me extasía. Sonríe, se toca el cabello de forma inusitada, hace un guiño con el ojo, y, libro en mano, se marcha de la sección, baja las escaleras. Voy tras él. En las escaleras le alcanzo y pongo sobre su hombro mis dedos, apenas lo roso, decido hablarle de una vez (alentado por el gesto recién ocurrido). – Hola, ¿cómo estás? –. Intento que mi tono sea paternal, para no asustarle, pero con algo de calidez para que entienda mis intenciones. Fallo en mi intento, pues en un sobresalto, corre. Al final de escalera se detiene por causa de una chancla que se le ha salido. Vuelvo a alcanzarle. –Espera, no te asustes, quiero ser tu amigo– digo en un tono más natural, para evitar el escándalo, sobre todo. En ese momento, revelándome lo más bello de sí, su voz templada y limpia, habla: Yo no quiero ser tu amigo. Ya les dije a los demás como tú. Váyanse, déjenme en paz, quiero ser un niño normal.