viernes, 6 de julio de 2012

El nuevo libro de Job (Fragmento)

Me encanta tomar café en el centro a las once de la mañana. Es una hora limítrofe que no acaba por ser la hora de nada. Y a mí que me gustan las indefiniciones, me va bien, como usar corbata y tenis. A las once de la mañana los niños ya están en el colegio, las amas de casa apuran el puchero o hierven los guisantes mientras ven en la tv (en secreto casi siempre) la novela esa de tintes medio eróticos. Los oficinistas ortodoxos van por la tercera junta, o se toman sus minutillos para el primer cigarro en las terrazas de los edificios de la zona bancaria. Los más laxos, han concluido ya la reunión de negocios (en este mismo café) y manejan frenéticos, llenos de culpa hasta la oficina que sin ellos (eso piensan) se cae a pedazos. Eso sí, las mesas de la sección para fumadores se llenan de viejos jubilados y alguna que otra mujer que, lágrima suelta, le cuenta a su mejor amiga el infortunio de haber sido engañada por el marido. Yo llego al café como el dueño del mundo. Sin prisa pero exigiendo enérgico la taza de americano regular. No soy tampoco un hombre de rituales ni rutinas, suelo usar esta hora siempre para beber café, pero es rara la vez que repito el lugar. Voy en busca de expendios de café distintos para no volverme uno de esos abuelos que los meseros reconocen y preguntan, si acaso: ¿lo de siempre? He venido a este local con la esperanza del silencio, y de un café de sabor aceptable. Llegue apenas pasadas las once y me recibió, libreta en mano, una mesera robusta con cara de tener poca fe en la humanidad.


–Va a desayunar o sólo bebe café. –dijo como si se tratase de una madre que amenaza al más pequeño de sus hijos-.

–Café, por principio. –le respondí yo, intentando salvar el momento de su furia, toda vez que sabía que no pediría nada más–.

Ordené un americano, como suelo hacerlo, con una carga regular de café: ni muy aguado, ni cargado en exceso; que me permita saborear y alargar el sorbo. Y un poco de leche aparte, por si se requiere.

–Americano solo. –repitió en voz alta, al tiempo que anotaba en su pequeña libreta de comandas la desestimada orden que con tanto afán expliqué–.

–Pero no ha anotado mis comentarios. –Repliqué para que no hubiera lugar a confusiones–

Con los ojos crecidos, como si de un toro en tentadero se tratara, incluso creo haber escuchado algo similar a un bufido, dijo:

–Acá servimos americano, nada más. ¿O quiere usted ordenar otra cosa?

–Si no le gusta su trabajo, renuncie. –frase que, dicho de paso, me gusta repetir a todas esas personas que lo atienden a uno de mala gana; ya sea en el banco, en el mercado o locales de café como este–.

–Pues lo haría gustosamente, pero tengo tres hijos, y de no ser que usted vaya a mantenerlos, no puedo hacerlo.

–Claro, -dije riendo falsamente- yo debo cargar con culpas del fruto de la calentura reproductiva que la tiene atada a ese mandil. Además de ser víctima del odio a su trabajo.

–Mi trabajo me gusta, excepto en días en que gente como usted vienen con sus ínfulas de patrón a dar órdenes estúpidas.

Reí a carcajadas. Primero porque me pareció tremendamente cierto lo que decía, y pensé que el único motivo que ella podía tener para odiar su trabajo era yo, y si yo no me hubiera aparecido por ahí, no le aparecería el deseo fugaz e inconcretable de renunciar; eso me hizo mucha gracia. Pero también reí de nervio o de vergüenza, de no saber qué hacer con esa verdad (como un templo) que la mesera me rebelaba con su altanera respuesta.

–Es cierto –interrumpí mi carcajada, apenas pude hablar- soy yo el culpable. Pero debes saber (ya le hable de tú y no de usted) que he ido pagando dicha culpa desde muy pequeño. O, mejor, es que he abonado a esa deuda de a poco, para darme el lujo, ya de viejo, de tal posibilidad. No me odies a mí, odia tu trabajo, si quieres, por mi culpa. Yo ya hice quizá desde antes de que tú nacieras, lo propio.

No se rió. No estaba en su naturaleza el humor, pero sí esbozó una apenas visible sonrisa y repitió en voz alta:

–Americano regular, con un poco de leche aparte.

–Porque no mandas a la mierda ese mandil, y te pides un americano para ti, y me acompañas sentándote conmigo. –dije para mí más que hacia ella, sin la esperanza de que mi proposición surtiera efecto. Así fue, trajo de mala gana mi orden y siguió atendiendo las escasas mesas de jubilados latosos y señoras engañadas en busca de desahogo.

Pobre, pensé. Pero no solamente la compadezco a ella; pobres todos los habitantes del planeta que de alguna u otra forma, si es que quieren sobrevivir y permanecer libres, tienen que trabajar. El trabajo es una mierda. El peor invento que la civilización ha hecho es el trabajo, es la prueba más fehaciente del fracaso del mundo en manos de los humanos. Pudimos haber hecho cualquier cosa, teníamos el planeta para nosotros, habíamos triunfado por sobre todas las especies (al menos esa idea nos han vendido historiadores y evolucionistas) ¿y qué hicimos? Lo jodimos: inventamos el trabajo.