sábado, 2 de febrero de 2013

Extrañaremos al que extrañó.

Muy pronto, bajo el sello de Ínsula de la revista Armas y Letras de Monterrey, saldrá un libro mío de nombre "Los comunes", del cual, Armando González Torres dijo: es la apsión de la lectura fervorosa llevado a la creación. Hoy comparto este fragmento dedicado a Bonifaz Nuño, maestro entrañable y extrañador profesional.


Quien en latín extraña.


La madrugada se mete por la ventana de la habitación sin haber sido invitada. La noche ni caso le hizo, pero se fue. Las palabras descansan cada una en su libro o su cuaderno (estas últimas muy jóvenes y, aunque inquietas y curiosas, duermen también en la promesa de que amanezca). La ciudad se empeña desde hace años en meter cables y extranjerías modernas al departamento que Rubén, un cansado y enfermo Rubén, defiende todavía como un Quijote. Las palabras que nunca duermen son las que dentro de él, como vapores, andan con desenfreno a la caza de una idea (o viceversa) para hacerse de una vez tinta o sonido. La noche siempre ha sido bienvenida en las paredes que resguardan del mundo al poeta. Hubo épocas, incluso, en que pareció ser de noche siempre, pese al reloj, allá dentro. Pero los rayos del sol descubren el desorden que hace días llegó y no se ha ido. Hay cosas por doquier. Algunas son parte de la vida más íntima del dueño: un chaleco de satín, verde tortuga; una reloj de bolsillo de hace siglos. Una hoja, amarillenta, con la firma de no sé qué escritor en lengua gala. Los montones de libros que, en el colmo, Rubén ha bautizado con nombres distintos a sus títulos. Por ejemplo, la Ilíada de Homero, se llama Casandra para él. Pero entre tanta y tanta cosa, hay una que la obscena luz de esta mañana metichona alumbra en su afán de chismorrear. Es una foto más reciente que las muchas que están bajo sus vidrios. Es de una mujer.

Rubén la mira al entender que el alba la señala; quiere decir que sí, que es una amante nomás, una de tantas. Quiere decirle que ya, ni siquiera, se acuerda de su nombre. No lo dice pero bien que lo recuerda; se lo sabe como sabe en tres idiomas estrofas completas de Platón, de Píndaro, de Owen. Al pensarlo y pensarla conjurada entre sus letras, quiere al vuelo consolarse recordando una líneas que escribió tal vez para ella: qué delicia delgada, incomprensible, / la de verte lejos,/ y soportar los golpes de alegría / que de mi corazón ascienden / al acercarse a ti por vez primera

Pero nada, el recuerdo y la nostalgia ya han salido de la imagen y han caído, como flechas de un decrepito Cupido que, senil, no hace más que repasar certeros tiros que dio hace años. A Rubén se le humedece la mirada. Él que tapió su corazón con alegría, recuerda ahora –por eso le disgusta la luz de la mañana– en la claridad a esa muchacha. Y en su cabeza se escucha el nombre como una melodía, y esa foto se anima y se convierte en la película de amor que tantas veces vio en noches de insomnio. Disimula para que el día no le vea así, con ansia de un amor pasado. Con nada más, de esa mujer, que un clavo fijo en la espalda.

Pero los años no pasan nunca en vano. Y si algo le enseñó la noche a nuestro bardo, fueron mañas para sobrevivirle a este mundo. Entonces, como sabe que el día es ignorante (este día en particular, aunque lo oculte. Qué puede saber el pobrecito si no escucha a la noche cuando le habla; sabrá, y será mucho, algunas prácticas y sosas palabritas en inglés) para que su pecho no estalle y poder desenredar el embrollo en que la luz los ha metido, dice: desiderans te.

Y ambos respiran. Los rayitos de sol, muy confundidos, se esparcen por todos los rincones de la casa de Rubén. Se entretienen calentando sus chalecos, mancuernillas, ceniceros. Se reflejan, como intentando borrar la pena de lo absurdo, en una verde botella de licor. El viejo profesor, amo del mundo, acepta el triunfo en la minúscula batalla del recuerdo. Pero baja la mirada, mira hacia atrás, siente todavía un nudo en la garganta. Queda en silencio porque no sabe llorar de otra manera. Piensa en qué útil sería a estas alturas que la vejez le arrebatara los recuerdos para no saber que extraña tanto a esa; o no entender ni una jota de latín.