viernes, 28 de febrero de 2014

Un texto viejito que nunca publiqué


Dafnis

Dafnis abandona la cama desde las primeras claras del día y mete su cuerpo menudito a la tina de latón con forma de cisne que con tanto esmero construyó él mismo para gozar el placer de ungirse en agua y aceites, preparando su cuerpo para la aventura del día.
Dafnis es un chico delgado de piel muy blanca, con cabellos ondulados y castaños como de una madera clara y fina que siempre está perfumada; tiene los ojos como el ámbar que ciertos bárbaros venden en mercados clandestinos o como la miel con que los cocineros endulzan los panes de banquetes. Las líneas de su cara son como el trazo de la ciudad: proporcionadas y perfectas. Es un joven radiante que se ha robado para su sonrisa el sol.
Dafnis, como todo adolescente, es un soñador. Ha aprendido bien y rápido el oficio de artesano; se ha convertido en buen fontanero bajo la enseñanza del diestro Dédalo. Pero sueña que pronto será un noble o rey o gobernante. El joven aspira a la delicadeza que sólo da el dinero: los buenos vinos y corderos sazonados, frutillas exóticas que endulzan los paladares y las fiestas. Amor sin condiciones y placeres ocultos; todo a su disposición entre paredes de mármol y columnas de estucos relucientes. No sabe que esos disfrutes están vedados para la clase trabajadora. No sabe, siquiera, que ni a dirigir el modesto negocio de plomería en que Dédalo lo empleó puede aspirar.
Dafnis viste las cuidadas túnicas –siempre a la moda– que su sueldo de aprendiz le permiten comprar. Camina orondo por las calles de la Polis rumbo al trabajo y en cierta esquina hace una pausa frente a un aparador. Le gusta eso que ve, quiere comprarlo pero lo que gana no le alcanza; los ahorros no son ni la tercera parte de lo que valen los objetos que ahí se venden. Dafnis esboza una sonrisa y confía. Sabe –o alberga dentro de su pecho la esperanza– que la buena fortuna vendrá y traerá todo eso que él desea. En esa misma esquina espera el camión que lo ha de llevar al taller de Dédalo.
El semáforo está en rojo. Entre las cortinillas de un auto detenido, una mano gruesa dirige un ademán hacia el adolescente que espera su transporte. Y una voz gruesa viene después del movimiento de dedos para decir: acércate. Tras la cortina un rostro barbado y lleno de luz le pregunta su nombre al chico. Dafnis. La conjunción de esas seis letras suena en el eco de la mañana como un himno triunfal de las tropas cesáreas volviendo de batalla. Ambos sonríen y Dafnis sube al auto, quién sabe si por invitación o arrojo juvenil.
El hombre maduro y adinerado –lo que se nota a leguas– no cede a la tentación de decirle su nombre, se lo guarda para después porque sabe que el sólo pronunciarlo hace temblores y agita ciertos mares.
Dafnis, en cambio, con el encanto de sus dieciséis años en la piel, se deja llevar por toda tentación presente. Le sonríe generosamente regalándole la tibia magia de sus dientes blancos. Se remolinea entre el asiento del lujoso auto, benévolo con los comentarios y toqueteos del noble señor, y su mente debate entre la lujuria momentánea y la imaginación que lo ha llevado a poseer todo cuanto aquél hombre, según se deja ver, tiene.

Eres, seguramente, hijo de alguna bella diosa.
No blasfemes, señor. Sólo soy un aprendiz de fontanero.
Me niego a creerlo. Pero no tendrás que serlo nunca más. Tu oficio no es digno de tu hermosura, Dafnis.

Al pronunciar el nombre del joven, la saliva del antojo inunda la boca del hombre que ya imagina, también, las glorias del efebo que con tanta naturalidad a pasado a ser, podríamos decir, de su pertenencia.
Dafnis dice que sí a todos los ofrecimientos del hombre. Primero un cóctel, ir a su casa, unas sandalias. El trayecto en auto es por demás revelador para el mancebo. Descubre que su maduro acompañante es importante (las comunicaciones interrumpen de vez en vez su charla onírica), sabe de política y retórica, algo más que deseable en una compañía. Y han tomado la ruta hacia la arboleda, lo cual sólo puede significar que los aposentos de aquél noble son, al menos una villa y cuando más, un palacio. Todo transcurre entre halagos y desbordadas atenciones. Ya en el palacio –Dafnis se congratula de no haber equivocado la impresión– tras breve pausa en un bar bien equipado, caminan hasta la piscina que supera todo cuanto Dafnis pudo imaginar desde su esquina de camión y aparadores. Beben en la parte menos honda de la alberca. El hombre habla de sí mismo queriendo equilibrar con intelecto la balanza que por orden natural rebota del lado de la belleza de Dafnis. No se ha dado cuenta que no hace falta el esfuerzo, Dafnis cedió a su poderío económico –y quizá a la oscura belleza que guarda su madurez tras las abundantes barbas– inmediatamente o tal vez antes de su encuentro.
Dafnis es en el fondo el cazador y no la presa. En astuto juego avanza su menuda humanidad cerca del dueño, y a aguas revueltas atina el primer beso que no es mal recibido por boca y brazos, mente y sueño del anfitrión. Después del beso todo sobra, todo es adorno innecesario de un ritual que ambos anhelan. A Dafnis le da miedo el primer hombre, pero nada apaga su deseo que es una mezcla de sentir y poseer. Lo quiere todo. El auto, la piscina y al sujeto. No puede ya pensar en nada que no sea el tiempo venidero, lo que resta de sí ya se ha vendido. El adulto desea con más intensidad que el novillo. Lo suyo todo es carne, la pura idea de ser el dueño de aquella humanidad tan exquisita le complace, pero tiene en la palma de su mano el acto en sí, por eso lo quiere, porque sabe que puede y va a lograrlo. Ambos quieren poseer un poco más de lo que tienen, y esta es la ocasión. Lo que viene no puede decirse sin quemar la lengua.
Hay una luz saliendo de la habitación donde ahora, terminada la jornada de la carne y el amor, duermen abrazados.