QUICIO, O EL MITO QUE REINVENTA EL POETA
Roxana Elvridge-Thomas
Quicio, de Julio César Toledo, es revelador desde su título. Hablar de un libro como un “quicio” nos remite a traspasar una entrada, sí, pero también a adentrarnos en el íntimo universo del autor, a internarnos en su palabra y dejarnos seducir por sus ritmos para, temblorosos, descubrir los misterios que yacen en el interior.
Al traspasar el marco, nos encontramos con las dos habitaciones interiores que el poeta nos quiere mostrar en esta reunión, en este libro: “Fuego en tierra” y “Mar y soplo”, donde nos encontramos en primer lugar con el tema del desierto en diversas acepciones y posteriormente arribamos a la morada del mar y el aire. Ambos aposentos se complementan y cruzan entre sí de una manera armónica, con inteligentes hilos conductores (pasillos y pasajes, puertas correderas, ventanas, balcones) entre ambas secciones-moradas.
Nos hallamos entonces en un libro- estancia con poemas contundentes, gran ritmo e imágenes poderosas, altamente sensoriales. Julio es dueño de una voz propia que se mantiene a lo largo de todo el poemario, demostrando dominio de su oficio poético. Muchos de los poemas que se congregan en Quicio manejan intertextualidades muy bien resueltas, las cuales dan a los textos una especial calidad plurisémica y evocadora. Lo anterior se debe a que el autor conoce perfectamente su tradición, se inscribe en ella y a partir del lugar que ha elegido, crea sus poemas. Denota una muy buena asimilación de sus lecturas lo cual le permite entablar diálogos a muy diversos niveles: con otros poetas, con sus objetos de estudio, con el pasado, con la vida contemporánea, con su condición humana. Los poemas también entablan cómplices diálogos entre ellos mismos, por lo que en cada sección hay poemas clave que nos traen al hoy de una manera reflexiva y en torno a los cuales se crea la constelación de los otros poemas.
Los poemas breves poseen una potencia que les dota de un carácter rotundo, de certeza recién descubierta y compartida con el atónito lector que sólo atina a asentir embelesado. Tal es el caso de poemas como “Fuego nocturno”, “Todopoderoso”, “Este Pulso”, “Detente ya silencio”, “Media noche en Bagdad”, “Sea” y el extraordinario “Madrugada en Nefud”.
En los poemas extensos que encontramos en el libro, logra el autor mantener tanto su voz poética como un carácter perentorio que evita que el poema se caiga. Es realmente placentero abrir un libro y encontrarse con un poema extenso tan certero, bello y vigoroso como “Cuando digo desierto”, de una factura extraordinaria, o más adelante esa otra joya que es “Un dragón para San Jorge”.
En todos los poemas hay una interesante creación de atmósferas que se van decantando a lo largo del poemario desde la pesadez del desierto, donde el aliento cálido que emana de estos poemas se pega a la epidermis del lector y embarga su lectura, hasta los aéreos poemas finales, pasando por la humedad que conecta a ambos elementos (aire y fuego) con tino y lucidez.
Un aspecto que me interesa señalar es en la mitificación que lleva a cabo Julio César Toledo tanto del espacio como del poeta mismo. A lo largo del libro se observa la geografía mitificada, así como la idea de tiempo mítico: aquél que sucedió en el principio de los tiempos, pero que se repite cíclicamente gracias al rito que lo propicia, que es el decirlo en el poema. Asistimos a la búsqueda y descubrimiento del origen: el agua fecunda, el pez primigenio, la ciudad de arena, la primera ciudad.
Encontramos acciones fundadoras que precisamente al ser dichas vuelven a crear para nosotros el universo mítico de Julio. Asistimos al develamiento del axis mundi, que es muy específico en “Medianoche en Bagdad”:
Bagdad es el centro de la tierra
Porque todo alrededor es un desierto.
Pero ese centro de la creación se extiende, es el silencio, el sol que quema en el desierto, el lugar en que fue engendrado ese personaje que es la voz poética. Y la voz poética no solamente habita el desierto, ella es el desierto, ya que a donde vaya el desierto lo sigue, todo lo que hace, todo lo que dice, el desierto lo embarga. Tal es la trascendencia de esa primera sección del libro.
Más adelante, el mito fluye en su entorno líquido, se hace grácil con el viento, pero nunca olvida el germen calcinante de su origen desértico y esa llaga de la que mana la mejor poesía.
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Roxana Elvridge-Thomas
Quicio, de Julio César Toledo, es revelador desde su título. Hablar de un libro como un “quicio” nos remite a traspasar una entrada, sí, pero también a adentrarnos en el íntimo universo del autor, a internarnos en su palabra y dejarnos seducir por sus ritmos para, temblorosos, descubrir los misterios que yacen en el interior.
Al traspasar el marco, nos encontramos con las dos habitaciones interiores que el poeta nos quiere mostrar en esta reunión, en este libro: “Fuego en tierra” y “Mar y soplo”, donde nos encontramos en primer lugar con el tema del desierto en diversas acepciones y posteriormente arribamos a la morada del mar y el aire. Ambos aposentos se complementan y cruzan entre sí de una manera armónica, con inteligentes hilos conductores (pasillos y pasajes, puertas correderas, ventanas, balcones) entre ambas secciones-moradas.
Nos hallamos entonces en un libro- estancia con poemas contundentes, gran ritmo e imágenes poderosas, altamente sensoriales. Julio es dueño de una voz propia que se mantiene a lo largo de todo el poemario, demostrando dominio de su oficio poético. Muchos de los poemas que se congregan en Quicio manejan intertextualidades muy bien resueltas, las cuales dan a los textos una especial calidad plurisémica y evocadora. Lo anterior se debe a que el autor conoce perfectamente su tradición, se inscribe en ella y a partir del lugar que ha elegido, crea sus poemas. Denota una muy buena asimilación de sus lecturas lo cual le permite entablar diálogos a muy diversos niveles: con otros poetas, con sus objetos de estudio, con el pasado, con la vida contemporánea, con su condición humana. Los poemas también entablan cómplices diálogos entre ellos mismos, por lo que en cada sección hay poemas clave que nos traen al hoy de una manera reflexiva y en torno a los cuales se crea la constelación de los otros poemas.
Los poemas breves poseen una potencia que les dota de un carácter rotundo, de certeza recién descubierta y compartida con el atónito lector que sólo atina a asentir embelesado. Tal es el caso de poemas como “Fuego nocturno”, “Todopoderoso”, “Este Pulso”, “Detente ya silencio”, “Media noche en Bagdad”, “Sea” y el extraordinario “Madrugada en Nefud”.
En los poemas extensos que encontramos en el libro, logra el autor mantener tanto su voz poética como un carácter perentorio que evita que el poema se caiga. Es realmente placentero abrir un libro y encontrarse con un poema extenso tan certero, bello y vigoroso como “Cuando digo desierto”, de una factura extraordinaria, o más adelante esa otra joya que es “Un dragón para San Jorge”.
En todos los poemas hay una interesante creación de atmósferas que se van decantando a lo largo del poemario desde la pesadez del desierto, donde el aliento cálido que emana de estos poemas se pega a la epidermis del lector y embarga su lectura, hasta los aéreos poemas finales, pasando por la humedad que conecta a ambos elementos (aire y fuego) con tino y lucidez.
Un aspecto que me interesa señalar es en la mitificación que lleva a cabo Julio César Toledo tanto del espacio como del poeta mismo. A lo largo del libro se observa la geografía mitificada, así como la idea de tiempo mítico: aquél que sucedió en el principio de los tiempos, pero que se repite cíclicamente gracias al rito que lo propicia, que es el decirlo en el poema. Asistimos a la búsqueda y descubrimiento del origen: el agua fecunda, el pez primigenio, la ciudad de arena, la primera ciudad.
Encontramos acciones fundadoras que precisamente al ser dichas vuelven a crear para nosotros el universo mítico de Julio. Asistimos al develamiento del axis mundi, que es muy específico en “Medianoche en Bagdad”:
Bagdad es el centro de la tierra
Porque todo alrededor es un desierto.
Pero ese centro de la creación se extiende, es el silencio, el sol que quema en el desierto, el lugar en que fue engendrado ese personaje que es la voz poética. Y la voz poética no solamente habita el desierto, ella es el desierto, ya que a donde vaya el desierto lo sigue, todo lo que hace, todo lo que dice, el desierto lo embarga. Tal es la trascendencia de esa primera sección del libro.
Más adelante, el mito fluye en su entorno líquido, se hace grácil con el viento, pero nunca olvida el germen calcinante de su origen desértico y esa llaga de la que mana la mejor poesía.
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CUANDO TODO SE FUNDE Y LA PIEL SE NOS INCENDIA,
Quicio, nuevo libro de Julio César Toledo
Quicio, nuevo libro de Julio César Toledo
Si la poesía no es fuego vivo, no es poesía. Creo que cada uno de los versos que conforman un poema, un libro de poemas, una obra, debe tener ese calor que arde sobre la piel, sobre la mirada de quien lee, sobre los poros de quien escucha. Así, en la tradición poética de nuestro país, podemos encontrar inmejorables ejemplos, ni qué decir de otras tradiciones, donde la memoria privilegia la honestidad, la fuerza con que una obra se ha sazonado en el oscuro y a veces luminoso corazón de los poetas. Son precisamente este tipo de obras las que nos avasallan, que permanecen y permanecerán imbatibles ante la adversidad del tiempo y la desmemoria.
Este es un compromiso que advierto de inmediato en la poesía de Julio Cesar Toledo, quien con una voz potente y de alto registro, da cuenta del mundo, de la ciudad, de los sentimientos que le han tocado en suerte, ya el amor, el abandono o esa extraña soledad de los que viven esta inclemente, placentera, superpoblada pero a la vez desértica Ciudad de México.
Así sabemos que, como Bagdag, esta ciudad también es el centro de la tierra, como lo es Veracruz o Dinamarca. Cualquier lugar real o imaginario en donde nos atrevamos a poner nuestro pies, se convierte de inmediato en el centro de la tierra, porque como sentencia Julio César en uno de sus versos más luminosos, todo lo que nos rodea es un desierto, un frío y a la vez caluroso, un hermoso e interminable desierto.
Es este afán del mundo por ser desierto lo que quizá ha motivado a Julio César a escribir sobre la aridez, los secos paisajes, la inclemencia del día a día, el peregrinar por esa adversidad del aire, de la incandescente arena que calcina cada uno de nuestros pasos y nuestros anhelos. Si en Edmond Jabés, el desierto es una metáfora de la imposibilidad escritura, en Toledo, el desierto representa la adversidad, lo nefasto, lo errabundo de la vida. ¿Cuál de estas dos opciones será la más terrible? Si las palabras ardiendo adentro de nuestro corazón condenadas al perpetuo silencio, o las palabras ardiendo en nuestras manos, llenando las hojas en blanco, destinadas a su vez a este otro desierto donde el tiempo nos deshidrata sin matarnos. Creo que ambas son posibilidades igual de terribles, creo también que las dos son apuestas hacia la sinceridad de la escritura y atañen a la esencia misma de la condición humana.
El desierto es el lugar en donde no debería habitar nadie, ni nada, como aquel Desierto de Atacama al que canta, al punto del delirio, nuestro admirado Raúl Zurita. Si el desierto es la imposibilidad ya de la escritura o de la plenitud humana, es un hecho que lo que realmente yace detrás del silencio o la infelicidad es la condena a la errancia, a no poder quedarnos quietos en esa tranquilidad de los que son felices y plenos. No podemos sino habitar nuestra condena impuesta por el destino al que nos enfrenta cada día el lenguaje y el ejercicio de la escritura, al que nos condena el interminable oficio de vivir.
Al margen de lo anterior, quiero señalar algo que llama mi atención en cuanto a Quicio y a su autor Julio César Toledo, me refiero a su procedencia académica y formativa, en especial al Claustro de Sor Juana. Y es que son varios los poetas que han surgido y han formado allí, y de los que he tenido noticia, se me vienen algunos nombres como Roxana Elvridge-Thomas, Hernán Bravo Varela, Elvia Navarro o más recientemente a Juan Carlos Cabrera Pons y claro, el poeta que hoy nos ocupa. Más allá de las convergencias o divergencias que puedan existir en la obra de los autores a quienes acabo de señalar, creo que debe el Claustro es uno de los centro neurálgico de la nueva poesía joven de nuestro país.
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