Son las cuatro de la mañana. Ya hace un rato que el muchacho llegó al puesto, y han pasado unas horas desde que despertó. No es el taquero, sino su asistente. En la simple cadena de mando de un puesto de tacos de carnitas, ocupa el peldaño más bajo. No hay gente en la calle, apenas unos coches aislados pasan volados sin respetar semáforos y señales. La madrugada no es callada, un radio y sus cumbias median la apenas claridad del momento. Doña cualquiera, del puesto de jugos, le sube al volumen y agita el brazo en recuerdo de los bailes de sus mejores días, allá en su pueblo. Junto a la cumbia suena, como eco de la intricada letra de la canción, el chirrido de las vísceras del cerdo en el aceite hirviendo dentro del gran caso de cobre; la esquina completa huele a aceite quemado de días. Quitar las cadenas que sujetan el puesto de lámina; sacar las rejillas de refrescos, encender el fuego proveniente de una dudosa instalación de gas, echar el cerdo al perol, picar la cebolla, limpiar y barrer; son las tareas que le tocan al muchacho. Son las tareas que realiza de manera automática, una tras otra siempre en el mismo orden. Una tras otra sin alterar nada de lo que las conforma, sin preguntarse nunca nada. Así se deben hacer. Lo único que varía cada mañana es la cumbia de fondo, el contenido del chisme que la doña bailadora enuncia como una letanía, que aunque se la dice a él, parece más bien un soliloquio, una trampa contra la soledad y un desamor de antaño. El muchacho echa agua con jabón sobre el disparejo pavimento que rodea al puesto. Todo es una sola cosa: la grasa añeja, los restos de lluvia, el cubetazo. Pequeños charcos de agua sucia permanecen aún después de los violentos escobazos del asistente de taquero. El sol, hace sus primeros intentos. Es una alarma de que hay que apurarse, porque un poco antes de las seis comienzan a pasar los señores que van camino al metro. Un bostezo interrumpe el acomodo del papel de estraza sobre los patos amarillos, tiene sueño porque ayer vio a la muchacha que le gusta hasta las diez, y se levantó a las tres para llegar al puesto. Pela los ojos en un ejercicio de autocontrol, pela los ojos y se dice en silencio que agradece tener chamba, lo dice para él pero queriendo que lo oiga dios o la virgen, quien esté más cerca. Hoy es viernes y le pagan la semana. Hoy le pagan la semana y le comprará un regalo a la muchacha que, si todo sale bien, ha de ser su novia. Le comprará un regalo para que vea que va enserio y que tiene buenas intenciones. Pero primero hay que acabar de acomodar todo: servilletas, salsas, el vaso con ramas de quelites. El taquero empieza ya a picar la maciza sobre el tronco. Los que van a trabajar pueblan la calle antes vacía. Hay más coches y más ruido y el sonido de las cumbias se esconde tras escapes y esporádicos cláxones que son la voz habitual de la ciudad. La mañana y la tarde son una pausa, un paréntesis de comensales que piden tacos y refrescos. A las seis comienzan al levantar el puesto. El taquero debe llegar a las ocho al otro puesto, y el muchacho se va para su casa. Pero antes hay que hacer lo mismo que en la madrugada pero a la inversa. Hay que meter las rejillas de refrescos, apagar el fuego, cerrar el puesto de lámina. Y barrer, eso sí, igualito. Echa agua con jabón, arremete el pavimento con la escoba. La grasa del perol, la mugre, el sueño, se mezcla en esa agua puerca. Capa de suciedad tras capa nomás perfumada con el jabón barato que se compra por litro. Y así, al infinito, tantos días como el año trae por dentro, tantos años como se tarda en subir un peldaño en la cadena social de un puesto de tacos. Hasta que haya boda con la chamaca ésa, y entonces a buscarse el chance de irse de mojado al otro lado. Pero mientras, sobre todo mientras el taquero ve, a darle bien duro a la escoba y terminar temprano, y bien.
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