A partir de una reciente experiencia, he comenzado un proyecto de reflexión sobre el signifcado de las palabras al que le he llamado Diccionario de la violencia mexicana y cuyos avances, amablemente, publica la escritora catalana Lolita Bosch, en un blog que gestiona sobre el tema. Además ah doc, creo, con estos días de crítica masiva a la RALE. Les dejo el link.
http://nuestraaparenterendicion.blogspot.com/2010/11/julio-cesar-toledo-es-victima-de-un.html
lunes, 8 de noviembre de 2010
miércoles, 27 de octubre de 2010
Radiorafías
viernes, 22 de octubre de 2010
Un poema
Prometeo escritor
No podrás escribir el fuego.
Si estiras la mano y el sol te deja acariciarlo,
si pisas el cielo o viertes sobre el mar tus lagrimones,
no podrás;
está vedado
como los signos antiguos del amor.
No podrás llevar contigo sus acentos
ni tus reglas sintácticas-absurdas- podrán sobrevivir a su fulgor aniquilante.
No podrás,
como no pudo jamás ningún profeta
ponerle nombre a dios sin destruirlo.
Harás de los intentos un oficio
y creerás poner redil a sus seseos.
De heroicos versos querrás pintar su anaranjado,
su oleaje incandescente emularás frase tras frase,
y aunque inventes idiomas
o un lenguaje secreto hagas bañar en combustible,
no podrás escribirlo, Prometeo.
Ni siquiera en tu piel como un tatuaje
ni en bombillas de enormes edificios.
Habrá noches de asfixia
en que una aurora precoz venga a buscarte
engañándote con trazas de flama refulgente.
Ten en cuenta en esos ratos de pueril algarabía que el verano es narcótico
que sabe a miel.
No tendrás palabra exacta que lo nombre.
No habrá letra que resista dicha fragua:
en trazo de ritual caligrafía creerás encender chispa,
blandirás la pluma entonces , engreído, como antorcha;
capitales e itálicas fundidas te harán hazmerreir de la nación.
No has de poder escribir fuego
nunca
aunque lo intentes.
Así empeñes la carne y las ideas
o la muerte apadrine tu futuro.
En el lecho de un río o en la banqueta,
borracho de todo, de sentido;
consumido al fin por la derrota
-tus mejillas ajadas por el frío en que se hielan los deseos abandonados-
nombrarás complacido carbón tus pobres versos.
Eso es todo a lo que puedes aspirar.
No podrás escribir el fuego.
Si estiras la mano y el sol te deja acariciarlo,
si pisas el cielo o viertes sobre el mar tus lagrimones,
no podrás;
está vedado
como los signos antiguos del amor.
No podrás llevar contigo sus acentos
ni tus reglas sintácticas-absurdas- podrán sobrevivir a su fulgor aniquilante.
No podrás,
como no pudo jamás ningún profeta
ponerle nombre a dios sin destruirlo.
Harás de los intentos un oficio
y creerás poner redil a sus seseos.
De heroicos versos querrás pintar su anaranjado,
su oleaje incandescente emularás frase tras frase,
y aunque inventes idiomas
o un lenguaje secreto hagas bañar en combustible,
no podrás escribirlo, Prometeo.
Ni siquiera en tu piel como un tatuaje
ni en bombillas de enormes edificios.
Habrá noches de asfixia
en que una aurora precoz venga a buscarte
engañándote con trazas de flama refulgente.
Ten en cuenta en esos ratos de pueril algarabía que el verano es narcótico
que sabe a miel.
No tendrás palabra exacta que lo nombre.
No habrá letra que resista dicha fragua:
en trazo de ritual caligrafía creerás encender chispa,
blandirás la pluma entonces , engreído, como antorcha;
capitales e itálicas fundidas te harán hazmerreir de la nación.
No has de poder escribir fuego
nunca
aunque lo intentes.
Así empeñes la carne y las ideas
o la muerte apadrine tu futuro.
En el lecho de un río o en la banqueta,
borracho de todo, de sentido;
consumido al fin por la derrota
-tus mejillas ajadas por el frío en que se hielan los deseos abandonados-
nombrarás complacido carbón tus pobres versos.
Eso es todo a lo que puedes aspirar.
viernes, 1 de octubre de 2010
Amanece la patria
Son las cuatro de la mañana. Ya hace un rato que el muchacho llegó al puesto, y han pasado unas horas desde que despertó. No es el taquero, sino su asistente. En la simple cadena de mando de un puesto de tacos de carnitas, ocupa el peldaño más bajo. No hay gente en la calle, apenas unos coches aislados pasan volados sin respetar semáforos y señales. La madrugada no es callada, un radio y sus cumbias median la apenas claridad del momento. Doña cualquiera, del puesto de jugos, le sube al volumen y agita el brazo en recuerdo de los bailes de sus mejores días, allá en su pueblo. Junto a la cumbia suena, como eco de la intricada letra de la canción, el chirrido de las vísceras del cerdo en el aceite hirviendo dentro del gran caso de cobre; la esquina completa huele a aceite quemado de días. Quitar las cadenas que sujetan el puesto de lámina; sacar las rejillas de refrescos, encender el fuego proveniente de una dudosa instalación de gas, echar el cerdo al perol, picar la cebolla, limpiar y barrer; son las tareas que le tocan al muchacho. Son las tareas que realiza de manera automática, una tras otra siempre en el mismo orden. Una tras otra sin alterar nada de lo que las conforma, sin preguntarse nunca nada. Así se deben hacer. Lo único que varía cada mañana es la cumbia de fondo, el contenido del chisme que la doña bailadora enuncia como una letanía, que aunque se la dice a él, parece más bien un soliloquio, una trampa contra la soledad y un desamor de antaño. El muchacho echa agua con jabón sobre el disparejo pavimento que rodea al puesto. Todo es una sola cosa: la grasa añeja, los restos de lluvia, el cubetazo. Pequeños charcos de agua sucia permanecen aún después de los violentos escobazos del asistente de taquero. El sol, hace sus primeros intentos. Es una alarma de que hay que apurarse, porque un poco antes de las seis comienzan a pasar los señores que van camino al metro. Un bostezo interrumpe el acomodo del papel de estraza sobre los patos amarillos, tiene sueño porque ayer vio a la muchacha que le gusta hasta las diez, y se levantó a las tres para llegar al puesto. Pela los ojos en un ejercicio de autocontrol, pela los ojos y se dice en silencio que agradece tener chamba, lo dice para él pero queriendo que lo oiga dios o la virgen, quien esté más cerca. Hoy es viernes y le pagan la semana. Hoy le pagan la semana y le comprará un regalo a la muchacha que, si todo sale bien, ha de ser su novia. Le comprará un regalo para que vea que va enserio y que tiene buenas intenciones. Pero primero hay que acabar de acomodar todo: servilletas, salsas, el vaso con ramas de quelites. El taquero empieza ya a picar la maciza sobre el tronco. Los que van a trabajar pueblan la calle antes vacía. Hay más coches y más ruido y el sonido de las cumbias se esconde tras escapes y esporádicos cláxones que son la voz habitual de la ciudad. La mañana y la tarde son una pausa, un paréntesis de comensales que piden tacos y refrescos. A las seis comienzan al levantar el puesto. El taquero debe llegar a las ocho al otro puesto, y el muchacho se va para su casa. Pero antes hay que hacer lo mismo que en la madrugada pero a la inversa. Hay que meter las rejillas de refrescos, apagar el fuego, cerrar el puesto de lámina. Y barrer, eso sí, igualito. Echa agua con jabón, arremete el pavimento con la escoba. La grasa del perol, la mugre, el sueño, se mezcla en esa agua puerca. Capa de suciedad tras capa nomás perfumada con el jabón barato que se compra por litro. Y así, al infinito, tantos días como el año trae por dentro, tantos años como se tarda en subir un peldaño en la cadena social de un puesto de tacos. Hasta que haya boda con la chamaca ésa, y entonces a buscarse el chance de irse de mojado al otro lado. Pero mientras, sobre todo mientras el taquero ve, a darle bien duro a la escoba y terminar temprano, y bien.
lunes, 20 de septiembre de 2010
Mal de muchos...
La gripe es atroz cuando uno tiene que trabajar. Desde muy temprano, la molestia en la garganta da el primer aviso de su llegada, como la nota con que las orquestas afinan que siendo sólo un sonido al aire, alinea instrumentos y anuncia ya la gloria del concierto, pero lo que se deja ver es la enfermedad. Maldita enfermedad mediocre y jodetodo. Porque un resfriado te jode; no puedes trabajar bien, no estás en tus cinco sentidos y no eres del todo tú. Todo se ve, cuando estás en medio de sus efluvios, un tanto distorsionado y podrido. La cabeza te pesa, y cada idea que logras tener le aumenta gramos al peso de ese miembro tan detestable en esos momentos. Sientes en la cintura una especie de dolorcillo como si se te hubieran acumulado moretoncillos discretos, pero que, al cabo de la sumatoria, duelen pertinaces y hondamente. La gripa es el mal de la disminución, te disminuye. Eres la resta de ti y tus capacidades. Y si hay o hubo fiebre, todo se potencia. A la resta se le suman atrocidades. Pero tampoco es que sea tan grave como para que un médico –fariseos al servicio de la empresa, el Estado, o el patrón– te mande a casa incapacitado por días. Cualquiera que se precie de ser un adulto responsable, no falta al trabajo a consecuencia de una gripe, ni paga una consulta médica –remedio siempre más doloroso que el padecimiento– por ello. Maldita enfermedad mediocre. No es un cáncer, no te mata. Pero en cambio que tino para boicotearlo todo, la vida misma se mengua en mitad de un estornudo, un tosijeo, un imparable moco quemando comisuras de labios y nariz. Y los remedios, claro, todos son inservibles engaños, placebos fútiles que no son capaces ni siquiera de llevarte al extremo de alteración donde el catarro te ha puesto. No hay píldora ni ungüento. Tampoco –y esto es decir bastante– los ancestrales remedios de las abuelas son capaces de aminorar un poco esta impotencia de sentirse poseso, infecto, desahuciado. Valiente desahucie que no mata. En algunas culturas del mundo, no es siquiera considerada enfermedad, y eso me purga porque sí que me sentí enfermo aquella mañana. Sentí la nariz adolorida, los párpados pesados y mi saliva era lumbre cuando intentaba pasar por mi garganta ensanchada interiormente. Pero lejos de mi voz, estúpidamente diferente, y mis fosas enrojecidas por el rose de los clínex, no había síntoma evidente, nada que declarar en una llamada telefónica de “me siento mal, no voy a ir”. Maldita mediocre y atroz gripe que me no alcanzó ni remotamente para quedarme en casa a descansar.
jueves, 2 de septiembre de 2010
De los poemas viejos
Todo poema es un acto de sobervia , de ego desmedido y de estupida inmadurez.
Hiciste bien en irte
Un festín de palabras resonantes
donde todos los amores caminaban,
donde sobraban vinos y poemas en francés.
Quise estarme quieto en la blancura de las hojas y esperar paciente la llegada de otras tardes otoñales.
Me detuve un momento y observé
los filos dorados del encanto de la muerte retardada; nada me sirvió,
ni silencio ni palabra,
para que tú (alguna tarde de lectura compartida) vinieras a mí.
Hiciste bien en irte.
Hoy, casi nadie tiene ganas -ni tiempo en sus agendas-
para hablar con gente como tú, desaliñada
tus dieciocho años enteritos, ofrecidos a la amistad, a la malevolencia, a la estupidez de los poetas de París, así como al ronroneo de abeja estéril de tu familia provinciana algo loca, son la joya más grande en nuestros días,
la herencia más limpia y verde olivo que tenemos todos los de hoy,
los que hoy decimos que también somos terribles infantes
oficiando liturgias de palabras como enjambres.
Hay calma
porque al tiempo, como todo, oscila el mundo en su complejo de balanza:
tenemos libros magníficos,
mujeres,
puertos cristaláceos que en agosto -ciertas tardes solamente-
brillan como el mar. Y tenemos también la adolescencia
hiciste bien en dispersarlos en los vientos de alta mar, en echarlos bajo el cuchillo de su precoz guillotina. Agradecemos, infinitamente, esa foto
que ha sido inspiración para más de uno,
la pronta huída y el viento en popa; pero sobre todas las cosas te agradezco, señor (porque supongo que hoy yaces madurito),
aquella idea del amor sexual a tus mayores.
Hoy resuenan en estéreo tus poemas. Tus cartas se me entierran cual cadillos en las plantas y las ingles. Fuiste dueño de la última inocente timidez.
Yo también tuve un Verlaine
pero te juro que nada es igual que ayer ni que hace tiempo.
Pronto seré yo quien ande con ganas de volver a los jardines
de universidades a buscar jóvenes poetas que les urja amar
y al mismo tiempo aprender algo -como si esto, tú lo sabes, se pudiera-.
Tuviste razón en cambiar el bulevar de los perezosos por el infierno de los tontos, por el trato de los mañosos y el saludo de los simples.
A cambio, yo me he vuelto boca arriba para no sentir más el terror de estar aquí desamparado. Con tanto lobo cubierto con ropita de borrego, tengo miedo.
Tengo un miedo luminoso que no me deja dormir,
Arthur,
de que no leas jamás nunca este goteo. Miedo de lo que no puedo ver
porque no entiendo.
Ya ninguno anda desnudo a la ventana
para hacerse poseer por el mundo que tenemos al alcance del acero.
Casi todos andan siempre vestidos de poetas. Casi todos fuman (o fumamos).
Casi todos dudan de todo fuertemente,
durísimo se pegan desde chicos, y muy chicos comienzan a querer desenfrenadamente.
Unos encuentran pronto mujeres (musas) desastrosas, otras
desastrosas horas (brujas) andan siempre a la caza de maridos; las menos
andan solas con escenas de su vida esporádicas desnudos que en fundidos
y mojados -casi siempre de su semen- se parecen mucho, amigo, a esa cosa del amor.
Ahora se pelea virtualmente por estar en la palestra.
Nuestros textos -y me incluyo- son almohadas muy mullidas,
cómodas patadas de ahogado de borracho.
Nunca en jaque. Siempre en pie de guerra: nota al pie que intenta exonerar de la violencia nuestras íntimas poéticas razones. Puro confort, colega;
puro estarse así sin pena
acomodado en los mejores versos que nos da la tradición.
Unos andan en mítines (¿) poéticos (?)
según
que uniendo sus respiraciones todos juntos
para entrar como uno solo de una vez y dar golpe de estado,
y otra vez, al mismo tiempo, con otros más jóvenes -quizá más guapos-
se repite la noción de todo es malo: hay que cambiarlo.
Pero hay otros como yo que, igual de rancios,
nos quedamos guardaditos en la casa y en vez de andar desperdiciando
la vida en gritos y consignas lamentables,
quietecitos en el baño gastamos la energía y la juventud en masturbarnos.
Este arrebato absurdo del cuerpo y el alma, esta bala de cañón que alcanza su objetivo haciéndolo estallar, ¡sí, es, en realidad, la vida de un hombre!
Pero todo es un mural exponencial y exagerado, construido con afán
para ocultar esos primeros años tan rabiosos. Niñez de mis recuerdos maltratada
no podemos, al salir de la infancia, estrangular indefinidamente a nuestro prójimo. Aunque, tal vez –esto es sólo mi agonía-
algún canalla debería sacrificarse en nombre de la altísima razón.
¡Hiciste bien en irte, Arthur Rimbaud!
Aquí - y cuando digo aquí debe leerse cualquier parte, hoy, con esta gente-
hasta la muerte trae consigo un terciopelo
chocante
que siempre se antepone a nuestra piel para impedirnos el sentir:
Si los volcanes cambian poco de lugar, su lava recorre el gran vacío del mundo y le entrega virtudes que cantan en sus llagas.
No dudo de la tibia hemorragia que cobija los ardores.
De la vida, no dudo, pues me siento a verla comiendo un mazapán
en imagen digital y sobre un plasma.
Es su paso barítono el que espanta. Su mansa degolléz
la que se roba de a poquito los marismas de la cama.
Vino el mirto y encendió las campanadas.
No retorna el polvo a la existencia:
sé que vendrá la vida un día muy pronto -siempre es pronto-
para verme de frente, enceguecerme en su promesa
e irse luego. A eso estamos jugando en este juego.
Pero también vendrá, como en tu caso,
la muerte chocarrera de epístolas y tendrá bajo su enagua
tus ojos metidos en las cuencas.
Ojos que esperan verme pronto.
La espalda comienza a descarnarse en la salea,
la voz que era una llama, humea;
la calma, ay, la calma, de todas las caderas se apodera y despedaza
como un virus
los pasos del andar que como vela nocturna parpadea, aluza apenas,
hace de sombras el camino y de la casa una caverna.
Habré perdido, entonces, cuando venga,
lo más vital que tengo ahora que es su espera.
Y me preguntan todavía si tengo tiempo, si rezo por la madre que me quiso.
- ¿por qué lloras?
Nomás, porque me toca el corazón aquel poema
donde dice Rimbaud:
toda luna es atroz y el sol amargo...
No lo tomes a mal. No es cosa tuya, pero es mentira
quererte como digo a los demás, es mentira como la religión que profesamos,
como lo que hemos escrito, colega, hasta este día.
Como es mentira todo lo que se dice de ti.
A cambio, ¿qué dejé de mí en la vida por mi paso?
Una colección de escrotos y lecturas,
acomodo de forma y movimiento en cada letra
que hizo posibles esos actos siderales:
siempre fue la palabra el fundamento,
siempre hablé más de lo que dije;
desperdicié el lenguaje en entender el mundo. Al final
cuando el mundo me entendió y me dijo cosas al oído,
yo
ya no tenía ningún signo con qué hablar, por eso (a diferencia de ti)
seguí diciendo.
Ahora, dime, qué hago con esta lengua que clama independencia.
Algunos preguntaron asombrados ¿murió el poeta?
Llevaron esos mismos sus flores centinelas al velorio
para abrir sigilosos las maderas de la caja. Hoy se visten muy ad hoc
con sus pelucas y chalecos literarios
con sus plumas en sombreros proxenetas
y siguen preguntando ¿ese, qué escribe? y ellos mismos se contestan:
se murió en la soledad de sus poemas,
qué tonto, qué anacrónico señor o adolescente tan aislado,
que se pudra de vejez el maricón.
¿Sabes qué es lo peor? –seguro que lo sabes-
esto que hemos hecho con el nombre de las cosas:
cadenas y cerrojos, cinturones;
el lenguaje es un pastel prefabricado
y nadie sirve en la merienda tazones de café.
El mundo me duele en la mollera,
se me sale por las fosas y arde cada noche en el delirio de la fiebre
que me vino desde que cumplí catorce años.
No podemos fiarnos de nadie; los mortales no acarician con dicha sincera
por eso quise desde niño ser un muerto.
Incluso del olor de la flor brota algo amargo:
yo siempre sospeché del beso de mi madre
aunque es tal vez el único recuerdo que estas noches tan solas me cobija.
No es que yo sea ingrato
como puedes tú pensar en tu lectura solitaria, es
simplemente
que por mis rumbos no hay ajenjo
y que hasta el aguardiente más barato tiene un sorbo final que sabe a flores.
Cómo va uno a entretenerse en otra cosa, siempre se termina por ceder.
Te voy a contar que fui a la escuela. Siempre me gustó usar uniforme,
arreglarme la corbata y el chaleco, andar peinado, cargar con libros coloridos.
Tuve pocos maestros inspirados,
compañeras bien formadas que les daba pena besar en los pasillos
y
algunos bravucones que en el fondo querían también besar. No te alarmes,
esto no es un diario
pero algo de mis juergas y violencias
ya estaba en esas aulas madurando sus alcoholes,
haciendo con mis uñas los surcos de tristeza que más tarde
-en años entonces venideros-
serían brújula, ruta lasciva que me conduciría hasta tu mar.
Entonces uno piensa ¿de dónde la poesía?
si estas manos tan absurdamente intactas
no han sembrado desde entonces más que tímidos otoños
que no avanzan nunca hasta el invierno quemante del mítico París.
Todavía, ciertas tardes, el sol con sus horrores se mancha anaranjado
espina doble
que sangra los oídos sin alcanzar a ser una canción.
La música toda es viento, aunque parezca razón.
Algunos esperan tu regreso
Mesías de los marinos varados en la sombra.
Otros
chacales gruñéndose carroña
inventando esas hazañas de los versos digitales
donde sólo los humos silenciosos de otros fuegos se alcanza a ver.
Tenemos, claro, la tele y los desfiles de moda
donde algunos editores presentan a la gente (que son, mira qué cosa, los mismos que publican) sus lindas temporadas.
Otoño- Invierno:
morado ennegrecido de octosílabos con ecos medidos genialmente,
con aroma a hierbabuena;
imprescindibles en la adolescencia
y en las tiendas de abarrotes.
Primavera- Verano:
ya tú sabes de esos sotaventos,
minúsculas luciérnagas paradas sobre miel:
vinieron de ultramar ciertos autores para coronarse aquí.
Tenemos un montón de ruidos serviciales
para que el silencio no se coma nuestras sobremesas,
para que las noches no sean negras,
pues, para entretener.
Este tamborcito es oro
aunque parezca madera.
Es cierto que unos tienen su cordura,
Mercedes Benz e inteligentes muecas,
otros tenemos juguetes que nos da por esconder.
En ellos y en mí
madura igualmente la agonía, larva de muerte que tarda la vida en engendrarse
y luego / ¡Puf! /
salta afuera y nos deja
vacíos de sentido en los rumores.
Nada
otra vez.
Nada comiéndose el silencio,
adolescencia taladrando los sueños con su morbo
de sexo primerizo,
adultez poniendo horario a los deseos.
Todo está así como te digo, así de ruinoso es este mundo.
No sé si antes fue igual, me gusta pensar que no,
que viste claridad y una cadena de entenderse entre la gente
y si te fuiste
fue para tocar con la manos de verdad, físicamente,
el silencio en su forma más perfecta: renunciación.
Ahora el tiempo es otro.
La televisión en tiempo real me angustia.
No entiendo muy bien por qué éste es real y el otro no.
El otro, ¿qué era?
Todo es inmediato-simultáneo:
al tiempo que termino de bajar tu obra de internet
estoy haciendo este “poema” copy-paste
que está subiéndose a la red que nunca duerme, como yo
que no he dejado de escribir por cuatro días.
Casi empalmado, sin cortes ni edición entre los actos, ayer hablé con un poeta:
hijo (me llamó), no trates de decir lo que no entiendes,
no te gastes la vida en intenciones que no acaban nunca en nada;
entonces me acordé de ti, de tus empeños,
de aquellas vacaciones que tomaste en el infierno.
No me digas que no, todos sabemos,
tú probaste la manzana antes que Adán, tú nombraste primero el universo.
Para eso escribo,
para poderte decir qué es lo que pasa, para hacerme sentir que tú me escuchas
o alguien me escucha.
Para rendir un monumento de palabras y poderte decir,
así, sin más, antes que todo:
hiciste bien, querido amigo, en irte de aquí cuando te fuiste.
Un festín de palabras resonantes
donde todos los amores caminaban,
donde sobraban vinos y poemas en francés.
Quise estarme quieto en la blancura de las hojas y esperar paciente la llegada de otras tardes otoñales.
Me detuve un momento y observé
los filos dorados del encanto de la muerte retardada; nada me sirvió,
ni silencio ni palabra,
para que tú (alguna tarde de lectura compartida) vinieras a mí.
Hiciste bien en irte.
Hoy, casi nadie tiene ganas -ni tiempo en sus agendas-
para hablar con gente como tú, desaliñada
tus dieciocho años enteritos, ofrecidos a la amistad, a la malevolencia, a la estupidez de los poetas de París, así como al ronroneo de abeja estéril de tu familia provinciana algo loca, son la joya más grande en nuestros días,
la herencia más limpia y verde olivo que tenemos todos los de hoy,
los que hoy decimos que también somos terribles infantes
oficiando liturgias de palabras como enjambres.
Hay calma
porque al tiempo, como todo, oscila el mundo en su complejo de balanza:
tenemos libros magníficos,
mujeres,
puertos cristaláceos que en agosto -ciertas tardes solamente-
brillan como el mar. Y tenemos también la adolescencia
hiciste bien en dispersarlos en los vientos de alta mar, en echarlos bajo el cuchillo de su precoz guillotina. Agradecemos, infinitamente, esa foto
que ha sido inspiración para más de uno,
la pronta huída y el viento en popa; pero sobre todas las cosas te agradezco, señor (porque supongo que hoy yaces madurito),
aquella idea del amor sexual a tus mayores.
Hoy resuenan en estéreo tus poemas. Tus cartas se me entierran cual cadillos en las plantas y las ingles. Fuiste dueño de la última inocente timidez.
Yo también tuve un Verlaine
pero te juro que nada es igual que ayer ni que hace tiempo.
Pronto seré yo quien ande con ganas de volver a los jardines
de universidades a buscar jóvenes poetas que les urja amar
y al mismo tiempo aprender algo -como si esto, tú lo sabes, se pudiera-.
Tuviste razón en cambiar el bulevar de los perezosos por el infierno de los tontos, por el trato de los mañosos y el saludo de los simples.
A cambio, yo me he vuelto boca arriba para no sentir más el terror de estar aquí desamparado. Con tanto lobo cubierto con ropita de borrego, tengo miedo.
Tengo un miedo luminoso que no me deja dormir,
Arthur,
de que no leas jamás nunca este goteo. Miedo de lo que no puedo ver
porque no entiendo.
Ya ninguno anda desnudo a la ventana
para hacerse poseer por el mundo que tenemos al alcance del acero.
Casi todos andan siempre vestidos de poetas. Casi todos fuman (o fumamos).
Casi todos dudan de todo fuertemente,
durísimo se pegan desde chicos, y muy chicos comienzan a querer desenfrenadamente.
Unos encuentran pronto mujeres (musas) desastrosas, otras
desastrosas horas (brujas) andan siempre a la caza de maridos; las menos
andan solas con escenas de su vida esporádicas desnudos que en fundidos
y mojados -casi siempre de su semen- se parecen mucho, amigo, a esa cosa del amor.
Ahora se pelea virtualmente por estar en la palestra.
Nuestros textos -y me incluyo- son almohadas muy mullidas,
cómodas patadas de ahogado de borracho.
Nunca en jaque. Siempre en pie de guerra: nota al pie que intenta exonerar de la violencia nuestras íntimas poéticas razones. Puro confort, colega;
puro estarse así sin pena
acomodado en los mejores versos que nos da la tradición.
Unos andan en mítines (¿) poéticos (?)
según
que uniendo sus respiraciones todos juntos
para entrar como uno solo de una vez y dar golpe de estado,
y otra vez, al mismo tiempo, con otros más jóvenes -quizá más guapos-
se repite la noción de todo es malo: hay que cambiarlo.
Pero hay otros como yo que, igual de rancios,
nos quedamos guardaditos en la casa y en vez de andar desperdiciando
la vida en gritos y consignas lamentables,
quietecitos en el baño gastamos la energía y la juventud en masturbarnos.
Este arrebato absurdo del cuerpo y el alma, esta bala de cañón que alcanza su objetivo haciéndolo estallar, ¡sí, es, en realidad, la vida de un hombre!
Pero todo es un mural exponencial y exagerado, construido con afán
para ocultar esos primeros años tan rabiosos. Niñez de mis recuerdos maltratada
no podemos, al salir de la infancia, estrangular indefinidamente a nuestro prójimo. Aunque, tal vez –esto es sólo mi agonía-
algún canalla debería sacrificarse en nombre de la altísima razón.
¡Hiciste bien en irte, Arthur Rimbaud!
Aquí - y cuando digo aquí debe leerse cualquier parte, hoy, con esta gente-
hasta la muerte trae consigo un terciopelo
chocante
que siempre se antepone a nuestra piel para impedirnos el sentir:
Si los volcanes cambian poco de lugar, su lava recorre el gran vacío del mundo y le entrega virtudes que cantan en sus llagas.
No dudo de la tibia hemorragia que cobija los ardores.
De la vida, no dudo, pues me siento a verla comiendo un mazapán
en imagen digital y sobre un plasma.
Es su paso barítono el que espanta. Su mansa degolléz
la que se roba de a poquito los marismas de la cama.
Vino el mirto y encendió las campanadas.
No retorna el polvo a la existencia:
sé que vendrá la vida un día muy pronto -siempre es pronto-
para verme de frente, enceguecerme en su promesa
e irse luego. A eso estamos jugando en este juego.
Pero también vendrá, como en tu caso,
la muerte chocarrera de epístolas y tendrá bajo su enagua
tus ojos metidos en las cuencas.
Ojos que esperan verme pronto.
La espalda comienza a descarnarse en la salea,
la voz que era una llama, humea;
la calma, ay, la calma, de todas las caderas se apodera y despedaza
como un virus
los pasos del andar que como vela nocturna parpadea, aluza apenas,
hace de sombras el camino y de la casa una caverna.
Habré perdido, entonces, cuando venga,
lo más vital que tengo ahora que es su espera.
Y me preguntan todavía si tengo tiempo, si rezo por la madre que me quiso.
- ¿por qué lloras?
Nomás, porque me toca el corazón aquel poema
donde dice Rimbaud:
toda luna es atroz y el sol amargo...
No lo tomes a mal. No es cosa tuya, pero es mentira
quererte como digo a los demás, es mentira como la religión que profesamos,
como lo que hemos escrito, colega, hasta este día.
Como es mentira todo lo que se dice de ti.
A cambio, ¿qué dejé de mí en la vida por mi paso?
Una colección de escrotos y lecturas,
acomodo de forma y movimiento en cada letra
que hizo posibles esos actos siderales:
siempre fue la palabra el fundamento,
siempre hablé más de lo que dije;
desperdicié el lenguaje en entender el mundo. Al final
cuando el mundo me entendió y me dijo cosas al oído,
yo
ya no tenía ningún signo con qué hablar, por eso (a diferencia de ti)
seguí diciendo.
Ahora, dime, qué hago con esta lengua que clama independencia.
Algunos preguntaron asombrados ¿murió el poeta?
Llevaron esos mismos sus flores centinelas al velorio
para abrir sigilosos las maderas de la caja. Hoy se visten muy ad hoc
con sus pelucas y chalecos literarios
con sus plumas en sombreros proxenetas
y siguen preguntando ¿ese, qué escribe? y ellos mismos se contestan:
se murió en la soledad de sus poemas,
qué tonto, qué anacrónico señor o adolescente tan aislado,
que se pudra de vejez el maricón.
¿Sabes qué es lo peor? –seguro que lo sabes-
esto que hemos hecho con el nombre de las cosas:
cadenas y cerrojos, cinturones;
el lenguaje es un pastel prefabricado
y nadie sirve en la merienda tazones de café.
El mundo me duele en la mollera,
se me sale por las fosas y arde cada noche en el delirio de la fiebre
que me vino desde que cumplí catorce años.
No podemos fiarnos de nadie; los mortales no acarician con dicha sincera
por eso quise desde niño ser un muerto.
Incluso del olor de la flor brota algo amargo:
yo siempre sospeché del beso de mi madre
aunque es tal vez el único recuerdo que estas noches tan solas me cobija.
No es que yo sea ingrato
como puedes tú pensar en tu lectura solitaria, es
simplemente
que por mis rumbos no hay ajenjo
y que hasta el aguardiente más barato tiene un sorbo final que sabe a flores.
Cómo va uno a entretenerse en otra cosa, siempre se termina por ceder.
Te voy a contar que fui a la escuela. Siempre me gustó usar uniforme,
arreglarme la corbata y el chaleco, andar peinado, cargar con libros coloridos.
Tuve pocos maestros inspirados,
compañeras bien formadas que les daba pena besar en los pasillos
y
algunos bravucones que en el fondo querían también besar. No te alarmes,
esto no es un diario
pero algo de mis juergas y violencias
ya estaba en esas aulas madurando sus alcoholes,
haciendo con mis uñas los surcos de tristeza que más tarde
-en años entonces venideros-
serían brújula, ruta lasciva que me conduciría hasta tu mar.
Entonces uno piensa ¿de dónde la poesía?
si estas manos tan absurdamente intactas
no han sembrado desde entonces más que tímidos otoños
que no avanzan nunca hasta el invierno quemante del mítico París.
Todavía, ciertas tardes, el sol con sus horrores se mancha anaranjado
espina doble
que sangra los oídos sin alcanzar a ser una canción.
La música toda es viento, aunque parezca razón.
Algunos esperan tu regreso
Mesías de los marinos varados en la sombra.
Otros
chacales gruñéndose carroña
inventando esas hazañas de los versos digitales
donde sólo los humos silenciosos de otros fuegos se alcanza a ver.
Tenemos, claro, la tele y los desfiles de moda
donde algunos editores presentan a la gente (que son, mira qué cosa, los mismos que publican) sus lindas temporadas.
Otoño- Invierno:
morado ennegrecido de octosílabos con ecos medidos genialmente,
con aroma a hierbabuena;
imprescindibles en la adolescencia
y en las tiendas de abarrotes.
Primavera- Verano:
ya tú sabes de esos sotaventos,
minúsculas luciérnagas paradas sobre miel:
vinieron de ultramar ciertos autores para coronarse aquí.
Tenemos un montón de ruidos serviciales
para que el silencio no se coma nuestras sobremesas,
para que las noches no sean negras,
pues, para entretener.
Este tamborcito es oro
aunque parezca madera.
Es cierto que unos tienen su cordura,
Mercedes Benz e inteligentes muecas,
otros tenemos juguetes que nos da por esconder.
En ellos y en mí
madura igualmente la agonía, larva de muerte que tarda la vida en engendrarse
y luego / ¡Puf! /
salta afuera y nos deja
vacíos de sentido en los rumores.
Nada
otra vez.
Nada comiéndose el silencio,
adolescencia taladrando los sueños con su morbo
de sexo primerizo,
adultez poniendo horario a los deseos.
Todo está así como te digo, así de ruinoso es este mundo.
No sé si antes fue igual, me gusta pensar que no,
que viste claridad y una cadena de entenderse entre la gente
y si te fuiste
fue para tocar con la manos de verdad, físicamente,
el silencio en su forma más perfecta: renunciación.
Ahora el tiempo es otro.
La televisión en tiempo real me angustia.
No entiendo muy bien por qué éste es real y el otro no.
El otro, ¿qué era?
Todo es inmediato-simultáneo:
al tiempo que termino de bajar tu obra de internet
estoy haciendo este “poema” copy-paste
que está subiéndose a la red que nunca duerme, como yo
que no he dejado de escribir por cuatro días.
Casi empalmado, sin cortes ni edición entre los actos, ayer hablé con un poeta:
hijo (me llamó), no trates de decir lo que no entiendes,
no te gastes la vida en intenciones que no acaban nunca en nada;
entonces me acordé de ti, de tus empeños,
de aquellas vacaciones que tomaste en el infierno.
No me digas que no, todos sabemos,
tú probaste la manzana antes que Adán, tú nombraste primero el universo.
Para eso escribo,
para poderte decir qué es lo que pasa, para hacerme sentir que tú me escuchas
o alguien me escucha.
Para rendir un monumento de palabras y poderte decir,
así, sin más, antes que todo:
hiciste bien, querido amigo, en irte de aquí cuando te fuiste.
jueves, 26 de agosto de 2010
Polvo de sentido
Fragmento de un texto publicado en la revista Tierra Adentro.
Entre muchos ejemplos uno que hay que notar es el del Irlandés Samuel Beckett. Curiosamente una de las premisas de la literatura becketiana está en sentido opuesto de lo que afirmé ya anteriormente: el lenguaje no es un ente vivo sino uno muerto, sepultado. La destrucción del lenguaje (concebida bajo el signo de la violencia más explícita) y la desconfianza en el poder de comunicar y conocer, es algo que las últimas generaciones de creadores del centro del país tiene “tatuado” en la conciencia, digamos; Cómo no generar un vínculo casi fraternal con el autor de “El innombrable” si nuestra literatura está cimentada en el sentido disoluto, en los discursos cínicos que no alcanzan a nombrar con coherencia casi nada, y ante ello, sólo existe la posibilidad metafórica: donde la realidad del enunciado se desmoronó hace muchos años a consecuencia sobre todo de nuestro contexto. La literatura de Beckett es la del balbuceo, la de la crisis del sujeto, y eso lo entendemos bien. La crisis del sujeto en las páginas de nuestros jóvenes escritores es una constante. El yo no tiene cabida en sí mismo, no se adapta ni se diluye en el colectivo, pende siempre en la duda de su propia existencia: ni fe ni renuncia, la suspensión enunciada de su identidad es la única posibilidad de existencia. Por eso mismo el público y el lector, también, aceptan con cierta gracia el discurso beckettiano en este particular aquí y ahora. Puede parecer un cliché: lo beckettiano, como lo kafkaiano, ha transcendido incluso a su propia definición. Corremos el riesgo de reducciones simplistas ante un fenómeno complejo; tantas versiones de “Esperando a godot” en nuestros teatros, tanta reinterpretación y permanencia de un autor que cumple ya los 40 años de muerto son una señal de lo sugerido. Sin embargo hay condiciones que permiten la reproducción en nuestro entorno de ciertos principios literarios potenciados por Beckett. La fragilidad y constante mutabilidad del deseo como principio, su relación con los valores tradicionales y de creencia están emparentadas también con la postergación del yo, como presencia y como entidad literaria. La primera persona de nuestra literatura más notable se ha escapado, se ha convertido en la construcción de ausencia, en donde la ciudad de México (por decir alguna) con lo que implica, se ha devorado las certezas que nos hacían funcionar. Perdemos, como ciudadanos y como creadores, dominio sobre lo real. Este no-saber está en la fragua misma del pensamiento literario contemporáneo, en su ejercicio escritural y, por supuesto, en las calles que recorremos a diario.
martes, 30 de marzo de 2010
Radio Grafías Literarias
Entrevista transmitida por La capitalina. Carlos González Muñiz, platica con nosotros sobre narrativa, ediicón y música. Muy bueno
http://poderato.com/radiografias/radiograf-as-literarias
http://poderato.com/radiografias/radiograf-as-literarias
lunes, 29 de marzo de 2010
Música para matar
Del libro Musicario, parte de la Cantata.
VIII.-
La voz se desmigaja y cae
-en el acto de juntar las manos rodeando la piel escurridiza-
como cae la tarde con su peso de tórtola incendiada: inevitable.
Fuera del sentido se acomoda toda sensación
que es un paso anterior a lo nombrado, un tambor primero donde bulle la necesidad
-también primera- del grito y de la casta;
del imprescindible que me he vuelto yo para esta sinfonía a dos voces:
siempre dos voces.
jueves, 11 de marzo de 2010
Nada es todo lo que está fuera de todo
Dentro de mí,
nada:
eso que todo dejó fuera de sí
y dejó en algún lugar perdido.
Soy sólo lo que no cupo en todo:
nada.
nada:
eso que todo dejó fuera de sí
y dejó en algún lugar perdido.
Soy sólo lo que no cupo en todo:
nada.
viernes, 1 de enero de 2010
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