domingo, 23 de diciembre de 2012

El llanto de una mujer


La noche del ocho de diciembre hicieron el amor. El campeón estuvo imparable, como siempre. Ella quedó noqueada sobre la extensa cama, como sus rivales en la lona del encordado. Mientras él se duchaba, ella recordaba sus últimos viajes, más de tres, a la ciudad de la gran manzana; y una lágrima le escurre por el cachete.

El bolso dorado de Jinkee brilla como lumbrera dentro del avión. Más de un pasajero la ha reconocido y hay quien, incluso, le ha pedido un autógrafo. Pero no presume ni su bolso, ni su condición de mujer famosa, no, al contrario, el dinero ni la fama son para ella nada; el amor es lo que la mueve. Ama la vida, su vida. Toda ella es una luz, o será, tal vez, quién pudiera saberlo, que usa mucho (demás quizá) el color dorado: bolso, uñas, cinturón y zapatillas. Será que el mismo color en los calzoncillos de Manny le cegaron de amor y la volvieron, por qué no decirlo, quien es ahora.

Cuando el golpe con la tierra (tierra próspera que es Nueva York) despierta a la menuda mujer del campeón, esta recuerda que ya pronto, muy pronto como casi todo lo que tiene que ver con el amor, será la pelea de su marido con ese tal Marquez.

Ya a bordo de la camioneta, el chofer pregunta si la lleva al hotel, al centro comercial o a dónde. Ella le indica una dirección, una distinta a la que nunca la han llevado. Habla, durante el trayecto, amorosamente, con Manny que está en algún gimnasio del mundo, uno cerca del cielo o el olimpo. Luego llegan al destino: edificio de lujo donde vive, o duerme, o nomás coge, el mismísimo Márquez, Juan Manuel.

En ese momento tiembla el mundo, se descompone.

Más tarde se ve a la hermosa mujer en la Quinta, comprando más dorados objetos para seguir brillando como la joya que es, como la flamante esposa, señora, del campeón de campeones, Manny Pacquiao.

El día de la pelea, se vieron poco. La mente del capeón debía estar (y así fue) concentrada en ganar. Ella en cambio se dedicó a pensar qué ponerse. No porque quisiera robarle foco a su hombre, sino para ser la digna primera dama del box. Fue por eso que se esforzó en verse guapa, más que cualquiera. Y estuvo puntual a la hora y en el lugar que el agente de Manny le indicó. Entraron juntos al hotel en Las Vegas. Entraron juntos a la arena, y le besó tiernamente antes de que el subiera al ring; tal como se les indicó.

El primer asalto pasó bien. Ya estaba acostumbrada a lidiar con el dolor de estómago que ver pelear a Pacquiao le provocaba. Pero como sea, se siente feo. Esa noche la angustia era mayor. Y los dioses, distraídos, mandaron sus rayos de venganza hasta el sexto round. Una mano derecha viajera que adelantó la humanidad de Manny, lo puso donde Márquez quiso. El guante del mexicano y la barbilla del hombre de Jinkee se encontraron como trenes sin remedio ni posibilidad. La luces todas de la ciudad de Nevada se reflejaron en los oros del vestido y bolsa de la asiática mujer. El trazo de la sangre flotando dibujo la parábola de la caída de un campeón que se derrumbó. Sin manos, a la lona. La gente grito pero ni ella, ni él, ni el otro, oyeron nada. A Pacquiao se le fundió la vida. A Márquez le inundó una soberbia que supo a vino dulce. Para ella fue lo uno y lo otro, junto, más el mareo de las cosas que están mal. Quien supiera de sus visitas al rival, la juzgaría de actriz, de sierpe, de falsaria. Pero su angustia era real, su dolor más que sentido; de verdad le aterró ver al campeón tirado, muerto, vegetal. La cara se le mojó de llanto. Fueron dos pequeños, pero eternos, minutos. Luego reaccionó. Poco después perdió. Y ella estalló en un llanto enorme, sólo equiparable con las glorias que los mexicanos gritaron para Juan Manuel.

En el médico le vio con ternura, como una niña que recupera su peluche favorito, tras creerle perdido, pese a haber sido ella quién decidió tirarlo o regalarlo. Y juró ante un altar de dioses de diversa potestad, que ningún color dorado por reluciente que fuera, le haría, nunca más, ¡qué atrevimiento!, planear cosas de muerte y seguros con los contrincantes. Y se alegró de verle vivo. Compró, ese lunes diez, un bolso negro, discreto, de un diseñador italiano, para guardar la compostura del momento. Le gustó mucho, pero aun así, mientras lo pagaba, lloró.

martes, 27 de noviembre de 2012

Un regalo que me encontré para Horacio Kustos


Nostalgia del ocaso (Prólogo a una futura edición de un libro antiguo)

Trastabilla y cae sobre un bulto. Un libro sobre otro libro que descansan en un montón de más viejos y polvosos libros. Dentro de estas cuatro paredes todo es cúmulo y desorden.
Ya hace bastante tiempo que esta zona de la ciudad no está habitada. En cambio, abundan las bodegas comerciales y grandes galerones que resguardan desperdicios energéticos. Horacio Kustos viene a diario a repasar su colección interminable. Hay de todo: vasijas, revistas, recipientes; cajitas craqueladas, pantuflas, terciopelos. Cosas que existieron y ya no. Hoy, buscando una cajita de cerillos (sabe que en algún sitio la puso) ha tropezado y ha salido al descubierto, o más o menos, porque el polvo lo cubre casi todo, un libro: Los comunes. No es una pieza de museo, ni siquiera una novela de famosas líneas, sólo un cuaderno de apuntes de un desconocido cuyo interior le llamó la atención hace ya tiempo al explorador. Por eso lo conservó y sumó a su tiradero. Y con todo, los años y el cambio de era, el librito sobrevive. Pero ¿qué podría tener de especial este volumen? Nada, excepto las sutiles coincidencias. Horacio lo leyó hace unos diez años, pasados más o menos veinte de su primera edición. En una de esas piruetas que el tiempo en manos de algunos sabe dar, le platicó a Chimal (su íntimo amigo, además de un escritor muy conocido en su época) someramente sobre el contenido del libro en el que versa, de una forma medio extraña, la relación que algunos escritores poseen con sus objetos. Y le dijo el viajero al escritor que el libro era, sobre todo, una omisión: que no hablaba de Balzac y su bastón, aunque sí de Cortázar. Fue entonces que Chimal escribió ese breve artículo sobre los objetos de poder.Kustos recuerda con aprecio, no sólo la charla que sostuvo en el pasado sobre el asunto consu amigo el escritor, sino el objeto precioso que Alberto le dio a guardar, y el cual ha tenido consigo mucho tiempo; no aquí en el polvo de la bodega, en casa, bien cuidado. Pero el recuerdo dura poco y sirve sólo, acaso, para planear una visita al tiempo atrás, cuando esta zona era todavía el habitado sur de la ciudad donde su amigo vivía. Horacio guarda (por decirlo de algún modo, en realidad, sólo echa sobre un bulto de más libros) el pequeño cuaderno, Los comunes. Y sigue en el afán de encontrar su objeto más preciado, el de todos su quereres: una antigua vela, de las que ya no existen por ser innecesarias; y, claro, una cajita de cerillos para encenderla un rato, e imaginar con la vista clavada en la parpadeante flama, cómo fueron esos años cuando las usaban para alumbrar la oscuridad (qué bonita era la noche). Y le viene de pronto una nostalgia por los días cuando todavía se ponía el sol.

viernes, 6 de julio de 2012

El nuevo libro de Job (Fragmento)

Me encanta tomar café en el centro a las once de la mañana. Es una hora limítrofe que no acaba por ser la hora de nada. Y a mí que me gustan las indefiniciones, me va bien, como usar corbata y tenis. A las once de la mañana los niños ya están en el colegio, las amas de casa apuran el puchero o hierven los guisantes mientras ven en la tv (en secreto casi siempre) la novela esa de tintes medio eróticos. Los oficinistas ortodoxos van por la tercera junta, o se toman sus minutillos para el primer cigarro en las terrazas de los edificios de la zona bancaria. Los más laxos, han concluido ya la reunión de negocios (en este mismo café) y manejan frenéticos, llenos de culpa hasta la oficina que sin ellos (eso piensan) se cae a pedazos. Eso sí, las mesas de la sección para fumadores se llenan de viejos jubilados y alguna que otra mujer que, lágrima suelta, le cuenta a su mejor amiga el infortunio de haber sido engañada por el marido. Yo llego al café como el dueño del mundo. Sin prisa pero exigiendo enérgico la taza de americano regular. No soy tampoco un hombre de rituales ni rutinas, suelo usar esta hora siempre para beber café, pero es rara la vez que repito el lugar. Voy en busca de expendios de café distintos para no volverme uno de esos abuelos que los meseros reconocen y preguntan, si acaso: ¿lo de siempre? He venido a este local con la esperanza del silencio, y de un café de sabor aceptable. Llegue apenas pasadas las once y me recibió, libreta en mano, una mesera robusta con cara de tener poca fe en la humanidad.


–Va a desayunar o sólo bebe café. –dijo como si se tratase de una madre que amenaza al más pequeño de sus hijos-.

–Café, por principio. –le respondí yo, intentando salvar el momento de su furia, toda vez que sabía que no pediría nada más–.

Ordené un americano, como suelo hacerlo, con una carga regular de café: ni muy aguado, ni cargado en exceso; que me permita saborear y alargar el sorbo. Y un poco de leche aparte, por si se requiere.

–Americano solo. –repitió en voz alta, al tiempo que anotaba en su pequeña libreta de comandas la desestimada orden que con tanto afán expliqué–.

–Pero no ha anotado mis comentarios. –Repliqué para que no hubiera lugar a confusiones–

Con los ojos crecidos, como si de un toro en tentadero se tratara, incluso creo haber escuchado algo similar a un bufido, dijo:

–Acá servimos americano, nada más. ¿O quiere usted ordenar otra cosa?

–Si no le gusta su trabajo, renuncie. –frase que, dicho de paso, me gusta repetir a todas esas personas que lo atienden a uno de mala gana; ya sea en el banco, en el mercado o locales de café como este–.

–Pues lo haría gustosamente, pero tengo tres hijos, y de no ser que usted vaya a mantenerlos, no puedo hacerlo.

–Claro, -dije riendo falsamente- yo debo cargar con culpas del fruto de la calentura reproductiva que la tiene atada a ese mandil. Además de ser víctima del odio a su trabajo.

–Mi trabajo me gusta, excepto en días en que gente como usted vienen con sus ínfulas de patrón a dar órdenes estúpidas.

Reí a carcajadas. Primero porque me pareció tremendamente cierto lo que decía, y pensé que el único motivo que ella podía tener para odiar su trabajo era yo, y si yo no me hubiera aparecido por ahí, no le aparecería el deseo fugaz e inconcretable de renunciar; eso me hizo mucha gracia. Pero también reí de nervio o de vergüenza, de no saber qué hacer con esa verdad (como un templo) que la mesera me rebelaba con su altanera respuesta.

–Es cierto –interrumpí mi carcajada, apenas pude hablar- soy yo el culpable. Pero debes saber (ya le hable de tú y no de usted) que he ido pagando dicha culpa desde muy pequeño. O, mejor, es que he abonado a esa deuda de a poco, para darme el lujo, ya de viejo, de tal posibilidad. No me odies a mí, odia tu trabajo, si quieres, por mi culpa. Yo ya hice quizá desde antes de que tú nacieras, lo propio.

No se rió. No estaba en su naturaleza el humor, pero sí esbozó una apenas visible sonrisa y repitió en voz alta:

–Americano regular, con un poco de leche aparte.

–Porque no mandas a la mierda ese mandil, y te pides un americano para ti, y me acompañas sentándote conmigo. –dije para mí más que hacia ella, sin la esperanza de que mi proposición surtiera efecto. Así fue, trajo de mala gana mi orden y siguió atendiendo las escasas mesas de jubilados latosos y señoras engañadas en busca de desahogo.

Pobre, pensé. Pero no solamente la compadezco a ella; pobres todos los habitantes del planeta que de alguna u otra forma, si es que quieren sobrevivir y permanecer libres, tienen que trabajar. El trabajo es una mierda. El peor invento que la civilización ha hecho es el trabajo, es la prueba más fehaciente del fracaso del mundo en manos de los humanos. Pudimos haber hecho cualquier cosa, teníamos el planeta para nosotros, habíamos triunfado por sobre todas las especies (al menos esa idea nos han vendido historiadores y evolucionistas) ¿y qué hicimos? Lo jodimos: inventamos el trabajo.

jueves, 16 de febrero de 2012

Ratas entre palomas

Para hacer la guerra con beligerancia (condición ineludible de la práctica) hay que ser sínico. Pero sínico de veras. Eso los mexicanos lo sabemos bien pues hemos estado en mitad de un fuego belicoso desde hace años; ya de insultos, vídeos, desafueros y carpetazos, ya de balas de a de veras, mortales y de altos calibres. Pero esta vez hablo de letras, de la escasa y pobremente sínica república de las letras mexicanas cuyos odios no alcanzan para mucho, cuya desfachatez es visiblemente cobardona. Es lugar común hablar de mafias en el mundillo literario, todos sabemos que existen e incluso (los más enterados) pueden ponerle nombres y apellidos. Pero esa actitud tan jota con que algunos, con aire de doctores, diagnostican la podredumbre de los de enfrente, señalan, se abalanzan, olvidando que vienen de ahí; que ahí estarán también de alguna forma tarde o temprano. Nadie está dispuesto a ceder lo ganado, las almohadillas comidas sobre las cuales descansan sus becas y publicaciones; por ello habría que ser un sínico más digno, asumir qué juego jugamos y decirlo con decoro: yo sí le entro al jueguillo corrupto de los premios y las premiaciones. He escuchado razones considerables para hacerlo. Que si los estímulos no son suficientes, que si mis endecasílabos valen oro, que si la pobrecita hija de tal desempleado poeta necesita una nueva minifalda. Pues ¿qué esperamos entonces? Porque no vamos haciendo a un lado las palabrejas mariconas de "tus las traís, Aguascalientes" y "me la debes Villaurrutia". Para que tanto brinco, dicen por ahí. Son bien pocos los que gozan de la calidad moral para reclamar a voz en cuello, y esos por lo regular permanecen al margen. A lo mejor es el propio sentido de los premios lo que está mal, o quizá, quien sabe, su existencia. Lo seguro es que otra vez la echamos a perder (la cosa). Estuvo en nuestras manos y lo echamos a perder. Y no me estoy quejando pero sí molesta que hagan falta pantalones, que tras décadas de corrupción constante y egoísmos sin mesura ni siquiera podamos ejercer con aplomo nuestro cinismo.
Lo peor de todo es que los argumentos literarios brillan por su ausencia. Todos son pleitos de mercado, de despechos pasionales sin lógica ni estructura. Un poeta escribe irónicos versos sobre otro que, siendo jurado, le otorga un premio a un tercero que no es amigo del primero, mientras goza de la lana del mismo premio en cuestión que ganó hace un par de años, cuyo jurado estuvo integrado por su amigo, el mejor. Otra vez la gansa al río, decía mi abuela; nomás asúmanse como lo que son y asunto resuelto. Y háganse versos de insulto por lo feos que ambos son, por los zapatos sin gusto que usan. No anden disfrazando de literatura sus envidias, ni le pongan acento intelectual a las mentadas.
Habría que decir que no podríamos esperar otra cosa que el chiquero, toda vez que el mundo de la cultura es espejo de la vida del país: su educación, sus gobernantes. Cobardes todos (usted también, no se haga) andamos echando rocas y escondiendo las manitas. No es que defienda el plagio, la falta de rigor; la estupidez ni lo falsario, es nomás que se me hace ojona la paloma, y con su carita de rata me temo que tiene también senda cola que le pisen. O de plano métanse a redentores, o vamos diciendo la verdad y asumiéndonos así, sínicos en serio, hacedores de la más sucia y fría guerra. O, también, si quieren, si no les es molesto, dedíquenle un tiempo a escribir y hablemos (o hable, pues, yo no me invito) de literatura.