martes, 27 de noviembre de 2012

Un regalo que me encontré para Horacio Kustos


Nostalgia del ocaso (Prólogo a una futura edición de un libro antiguo)

Trastabilla y cae sobre un bulto. Un libro sobre otro libro que descansan en un montón de más viejos y polvosos libros. Dentro de estas cuatro paredes todo es cúmulo y desorden.
Ya hace bastante tiempo que esta zona de la ciudad no está habitada. En cambio, abundan las bodegas comerciales y grandes galerones que resguardan desperdicios energéticos. Horacio Kustos viene a diario a repasar su colección interminable. Hay de todo: vasijas, revistas, recipientes; cajitas craqueladas, pantuflas, terciopelos. Cosas que existieron y ya no. Hoy, buscando una cajita de cerillos (sabe que en algún sitio la puso) ha tropezado y ha salido al descubierto, o más o menos, porque el polvo lo cubre casi todo, un libro: Los comunes. No es una pieza de museo, ni siquiera una novela de famosas líneas, sólo un cuaderno de apuntes de un desconocido cuyo interior le llamó la atención hace ya tiempo al explorador. Por eso lo conservó y sumó a su tiradero. Y con todo, los años y el cambio de era, el librito sobrevive. Pero ¿qué podría tener de especial este volumen? Nada, excepto las sutiles coincidencias. Horacio lo leyó hace unos diez años, pasados más o menos veinte de su primera edición. En una de esas piruetas que el tiempo en manos de algunos sabe dar, le platicó a Chimal (su íntimo amigo, además de un escritor muy conocido en su época) someramente sobre el contenido del libro en el que versa, de una forma medio extraña, la relación que algunos escritores poseen con sus objetos. Y le dijo el viajero al escritor que el libro era, sobre todo, una omisión: que no hablaba de Balzac y su bastón, aunque sí de Cortázar. Fue entonces que Chimal escribió ese breve artículo sobre los objetos de poder.Kustos recuerda con aprecio, no sólo la charla que sostuvo en el pasado sobre el asunto consu amigo el escritor, sino el objeto precioso que Alberto le dio a guardar, y el cual ha tenido consigo mucho tiempo; no aquí en el polvo de la bodega, en casa, bien cuidado. Pero el recuerdo dura poco y sirve sólo, acaso, para planear una visita al tiempo atrás, cuando esta zona era todavía el habitado sur de la ciudad donde su amigo vivía. Horacio guarda (por decirlo de algún modo, en realidad, sólo echa sobre un bulto de más libros) el pequeño cuaderno, Los comunes. Y sigue en el afán de encontrar su objeto más preciado, el de todos su quereres: una antigua vela, de las que ya no existen por ser innecesarias; y, claro, una cajita de cerillos para encenderla un rato, e imaginar con la vista clavada en la parpadeante flama, cómo fueron esos años cuando las usaban para alumbrar la oscuridad (qué bonita era la noche). Y le viene de pronto una nostalgia por los días cuando todavía se ponía el sol.