lunes, 20 de septiembre de 2010

Mal de muchos...

La gripe es atroz cuando uno tiene que trabajar. Desde muy temprano, la molestia en la garganta da el primer aviso de su llegada, como la nota con que las orquestas afinan que siendo sólo un sonido al aire, alinea instrumentos y anuncia ya la gloria del concierto, pero lo que se deja ver es la enfermedad. Maldita enfermedad mediocre y jodetodo. Porque un resfriado te jode; no puedes trabajar bien, no estás en tus cinco sentidos y no eres del todo tú. Todo se ve, cuando estás en medio de sus efluvios, un tanto distorsionado y podrido. La cabeza te pesa, y cada idea que logras tener le aumenta gramos al peso de ese miembro tan detestable en esos momentos. Sientes en la cintura una especie de dolorcillo como si se te hubieran acumulado moretoncillos discretos, pero que, al cabo de la sumatoria, duelen pertinaces y hondamente. La gripa es el mal de la disminución, te disminuye. Eres la resta de ti y tus capacidades. Y si hay o hubo fiebre, todo se potencia. A la resta se le suman atrocidades. Pero tampoco es que sea tan grave como para que un médico –fariseos al servicio de la empresa, el Estado, o el patrón– te mande a casa incapacitado por días. Cualquiera que se precie de ser un adulto responsable, no falta al trabajo a consecuencia de una gripe, ni paga una consulta médica –remedio siempre más doloroso que el padecimiento– por ello. Maldita enfermedad mediocre. No es un cáncer, no te mata. Pero en cambio que tino para boicotearlo todo, la vida misma se mengua en mitad de un estornudo, un tosijeo, un imparable moco quemando comisuras de labios y nariz. Y los remedios, claro, todos son inservibles engaños, placebos fútiles que no son capaces ni siquiera de llevarte al extremo de alteración donde el catarro te ha puesto. No hay píldora ni ungüento. Tampoco –y esto es decir bastante­– los ancestrales remedios de las abuelas son capaces de aminorar un poco esta impotencia de sentirse poseso, infecto, desahuciado. Valiente desahucie que no mata. En algunas culturas del mundo, no es siquiera considerada enfermedad, y eso me purga porque sí que me sentí enfermo aquella mañana. Sentí la nariz adolorida, los párpados pesados y mi saliva era lumbre cuando intentaba pasar por mi garganta ensanchada interiormente. Pero lejos de mi voz, estúpidamente diferente, y mis fosas enrojecidas por el rose de los clínex, no había síntoma evidente, nada que declarar en una llamada telefónica de “me siento mal, no voy a ir”. Maldita mediocre y atroz gripe que me no alcanzó ni remotamente para quedarme en casa a descansar.

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