martes, 5 de abril de 2011

La muerte de los hijos

Que se nos mueran los hijos en los brazos. No en fiestas o accidentes, que en madrugadas nos roban sueño y aliento desde el día que nacieron. Que se nos mueran lentamente, goteando sangre sus tráqueas, en nuestros paralizados brazos de torpísimos amores. Que se nos mueran baleados por los padres de otros hijos también muertos. Que se nos mueran de ojitos apagados, con improvisadas capas de volar echas de toallas viejas, o disfraces afelpados de conejos busca dulces. Que se nos mueran los hijos en los brazos mientras dicen con alientos ahogados sus últimas palabras: odiemos en voz alta estas calles sin banqueta. Que se nos mueran de veras, sin liturgias ni dioses, ni indemnizaciones. Que se mueran los míos, lo tuyos; los ricos y los pobres. Que se mueran todos y abarroten los panteones. Que no haya espacio en los hornos que incineran a los muertos, ni una línea en los diarios donde escribir esquelas infantiles. Que todo nos recuerde la infamia con que fueron acabados, la indolencia con que pagamos a plazos sus muertecitas. Que el silencio se adueñe de los parques los domingos y en el viento habite (y traiga hasta nosotros) un horrible vacío, cobarde y lacerante que entre corte la respiración y no nos mate. Que se nos mueran los hijos en los brazos. Que esa escena se repita en la tele, en la radio, en el pecho y también en los espejos. Que el inmenso dolor no deje escribir a los poetas; los gobernantes no puedan decidir, ni soñar con el poder, ni hacer dinero; que a los cantantes se les haga un nudo en la garganta y todo sea en el mundo pesadumbre. Que se nos mueran las ganas, los anhelos, los pobrecitos hijos que trajimos a este mundo de metrallas. Que se mueran los hijos en los brazos de sus padres, porque así, de alguna forma, lo quisimos.

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